Mead parte del supuesto de que las culturas están en camino a la desaparición. De la misma manera que las especies biológicas se extinguen, cada año una lengua se pierde en el tiempo pues las personas que la conocían mueren sin tener la oportunidad de pasar su conocimiento a alguien más. Quizá esta preocupación haya tenido que ver con los rastros evolucionistas que cargaba la autora, en todo caso, también se desprende del texto que asume que las costumbres tienden a homogeneizarse. En este marco, afirma que la antropología tiene la dantesca misión de registrar a los individuos y sus modos de vivir y relacionarse, para lo que debería poder usar las herramientas que la tecnología ha puesto a su disposición. En ese sentido, el antropólogo debe derribar los obstáculos de la tradición y competitividad propias del gremio con el fin de poder incluir estos instrumentos en sus proyectos.
El texto tiene como objetivo explicar el por qué la academia antropológica ha desestimado el uso de cualquier otro medio de representación que no haya sido el de la descripción escrita, también busca desestimar estos argumentos y finalmente orientar los esfuerzos hacia una etnografía visual.
La explicación que la autora nos ofrece para entender el por qué hay tanta reticencia en el uso de la fotografía, el film y la grabación sonora se puede dividir en tres partes. La primera tiene su base en la propia naturaleza del cambio cultural y en el período en el que se forjaron los fundamentos de la ciencia antropológica. En un inicio, los investigadores solo podían depender de la palabra de sus informantes, de qué les contaban más que de cómo se lo contaban y mucho menos de cómo se veía/sonaba/olía (empíricamente) lo que les contaban. Una gran cantidad de las costumbres de las sociedades que eran objeto de estudio solo llegaban a través de la memoria de sus testigos, de ahí que la etnografía dependiera ciegamente de la palabra.
Por otro lado, Mead también llega a la conclusión que existe un prejuicio acerca del grado de exigencia y calidad estética que debe tener el material fotográfico o fílmico, lo cual ha llevado a creer que se requieran habilidades especializadas que el antropólogo común y corriente no tiene. Esto se debe principalmente a la concepción de que la fotografía ha reemplazado a la pintura en el ámbito de la representación pictórica y también a la excesiva importancia que se le da a la originalidad en el arte.
El tercer argumento que identifica es el costo en tiempo y dinero, aduciendo que se requieren equipos diseñados exclusivamente para la antropología y largos períodos para procesar, editar y producir una película o un corpus fotográfico.
Sin embargo Mead ve estas objeciones como simples excusas que se lanzan mientras culturas enteras continúan desapareciendo. Por un lado, el etnógrafo no tiene que ser un artista de la imagen, ya que tampoco lo es de la palabra, y por otro lado, la inversión que se dedica a las tecnologías miméticas solo deriva en el desarrollo de la ciencia en la cual están siendo aplicadas. Lo demás es pura negligencia.
Así, propone el paradigma del etnógrafo/cineasta-fotógrafo (con ello no descarta que se pueda dirigir a un camarógrafo o que el material recogido por cineastas se pueda utilizar en una investigación), un profesional que haya sido iniciado en la antropología o en la cinematografía/fotografía pero que al final haya tenido la intención de registrar en el sentido etnográfico. Este etnógrafo cultural tendrá las ventajas científicas de su época, lo cual le permitirá cargar consigo el equipo y la parafernalia propia de un registro visual; así también, su trabajo no deberá ser juzgado desde el arte, aun a pesar que algunos puedan cumplir con estas expectativas. También deberá buscar la cooperación de aquellos a los que quiere registrar pues, de acuerdo a Mead, sin su ayuda o aprobación estaríamos frente a una pérdida irreparable que las futuras generaciones de sus descendientes puedan tener que pagar.
Esta última apreciación resulta etnocentrista en tanto que, como antropóloga culturalista, Mead está obsesionada con la salvaguarda de lo que ella considera tradicional. Sin embargo no toma en consideración la evaluación que puedan tener los sujetos que se niegan a ser grabados o fotografiados. En todo caso, como parte de ese espíritu postmodernista, la autora considera que existen pautas y consideraciones que pueden tomarse para retraer el celo que puedan sentir ante el registro. Por ejemplo, se puede llegar a un acuerdo a través del cual lo que se haya grabado no sea transmitido por ningún medio masivo, también se puede incluir a nuestros informantes como realizadores/productores, libres de tomar decisiones sobre cómo se muestra y qué se muestra.
El punto importante para Mead es que, debido al proceso de homogenización de la cultura (que ella considera inexorable), es necesario que éste se lleve a cabo con la mirada más amplia posible, de manera que se pueda incorporar un sistema que incluya criterios fundamentales de todas las sociedades.
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