jueves, 20 de mayo de 2010

Otra teoría de la conspiración: Anderson, Benedict. Comunidades Imaginadas, Cap. X: El censo, el mapa y el museo

Benedict Anderson plantea que la formación de los nacionalismos de los nuevos Estados tiene su origen en la historia colonial del S. XIX. Si bien ello puede parecer una contradicción, en vista que los imperios buscaban implantar políticas antinacionalistas en sus dominios, el autor plantea que tres instituciones del poder colonial -el censo, el mapa y el museo-, moldearon el imaginario que luego alimentaría la construcción de la nación. Para afirmar ello se presentan una serie de ejemplos situados geográficamente en el sudeste de Asia, involucrando a casi todas “las potencias imperiales blancas” (p.229).

De acuerdo a Anderson, el censo fue la herramienta a través de la cual los colonizadores podían determinar la naturaleza de los humanos que gobernaban y con ello adquirir poder. Las investigaciones de los censos en Malasia, del sociólogo Charles Hirschman, mostraban que las categorías utilizadas se escogían, evolucionaban, agrupaban y transformaban de manera arbitraria en cada imperio. Además, los empadronadores buscaban no dejar fuera a nadie e integrarlos de manera clara, evitando considerar cualquier identidad mixta o ambigua. Este modo de clasificar es anterior a 1870 y tiene su génesis en los primeros encuentros entre europeos y nativos, cuando españoles, holandeses, ingleses y demás importaron los paradigmas de organización social europea y transformaron la estructura de clases oriunda. Lo nuevo que trajeron los censos de fines del S. XIX es que finalmente se cuantificaba cuánto había de cada quién, “intentaba contar minuciosamente los objetos de su febril imaginación” (p. 236). Con ello el Estado colonial podía organizar su burocracia. Vale mencionar que el caso de las identidades religiosas, anteriores a la presencia imperial, planteaba problemas para la organización secular del Estado, pues no comulgaba con el enfoque étnico-racial de las categorías.

En el caso del mapa mercatoriano, el autor señala que su penetración en las sociedades del sudeste de Asia transformó el sentido del espacio. Para ello se vale de la tesis del investigador tailandés Thongchai Winichakul quien afirma que hasta antes de 1850 existían solo dos tipos de mapas en Siam, uno cosmológico y otro de tipo local a modo de cuadrante que incluía notas y diversas perspectivas. Al llegar al poder, Rama IV, demuestra que ninguno de ellos mostraba un “contexto geográfico más grande y estable, (…) ninguno marcaba las fronteras” (p.240). Y es que esta idea no había sido concebida en Siam, solo en las regiones aledañas que sí habían sido colonizadas. Recién a partir de 1870 se empieza a considerar que la soberanía estaba marcada por una línea imaginaria y continua que unía los hitos que habían sido colocados con anterioridad y de manera irregular. Las transformaciones que trajo consigo esta nueva forma de considerar la geografía fueron, de acuerdo a Anderson, recurrentes en toda la región. Al aparecer la visión holística del mapa europeo aparecen también los espacios en blanco y la necesidad de llenarlos, se articula una herramienta al servicio de la obsesión clasificatoria que llevaría a los Estados coloniales a seguir explorando y tomando posesión, pero también justificando su dominio y su herencia, como en el caso de los mapas históricos. Es paradójico que lo que en este estadio sirvió como excusa de dominación, permitió luego la definición de las naciones-Estado independientes. Esta delimitación geopolítica es también responsable de darle forma física al Estado, una forma que muchas veces se excluía del contexto y adquiría el sentido de logotipo. “El mapa-logotipo (…) penetró profundamente en la imaginación popular, formando un poderoso emblema de los nacionalismos que por entonces nacían” (p.245). Cabe mencionar la relación entre el censo y el mapa, una colaboración permanente que permitió, por un lado la creación de categorías ajenas al espacio, y por otro la configuración topográfica del mapa.

Finalmente los museos, la herencia política en acción que, de acuerdo a Anderson, solo pueden ser comprendidos en función de la arqueología colonial decimonónica. Al declinar el Estado colonial comercial y surgir el Estado colonial moderno, la metrópoli pasa a ser el origen del prestigio. En función de ello, la restauración de monumentos y palacios cobra sentido pues cumple con el embellecimiento y el engrandecimiento de un territorio determinado. Sin embargo, también se mencionan tres razones diferentes para entender el boom de las inversiones arqueológicas desde una perspectiva de dominación. Primero como un plan educativo alternativo de parte de los conservadores que no tenían intención de destinar fondos a escuelas públicas, segundo como parte del discurso de superioridad que distinguía entre los constructores de los monumentos y los aborígenes dominados, y tercero como la presentación del Estado como “guardián de una tradición generalizada pero también local”. (p.253). Esta tendencia se vio acompañada desde el inicio por la capacidad de reproducción del Estado que no creía en lo sagrado de los sitios y que estimó conveniente la difusión masiva de lo “rescatado”. El Museo es, en similar medida que el censo y en el mapa, una clasificación del patrimonio y la manifestación visible del poder estatal.

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