jueves, 2 de diciembre de 2010

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jueves, 29 de julio de 2010

TURNER, Terence. EL Desafío de las Imágenes, la apropiación Kayapó del video

El artículo de Terence Turner es una defensa al uso indígena del video y forma parte de una discusión más amplia con el antropólogo James Faris relacionada a la crisis postmoderna de la representación. El texto está centrado en la experiencia del autor con la tribu “brasileña” Kayapó y su apropiación de la tecnología videográfica, un fenómeno que tiene sus orígenes en los efectos de la globalización: el desarrollo tecnológico de las telecomunicaciones y el abaratamiento de estas tecnologías.

Para introducirnos al tema, el autor hace una diferencia entre el uso de medios visuales por tribus indígenas y el cine/video etnográfico producido por investigadores. El primero es una producción desde y sobre los otros, mientras que en el segundo la palabra final la tiene el realizador occidental. Dentro de las producciones nativas, el caso de los Kayapó simboliza un paradigma difícil de comparar pues, a diferencia de experiencias de televisión indígena subvencionadas por organismos estatales (casos de Canadá y Australia), los Kayapó no tienen que lidiar con la dependencia gubernamental ni con las dificultades tecnológicas propias de una transmisión abierta.

El enfoque teórico que usa Turner proviene de la obra de Faye Ginsburg, quien sostiene que la apropiación tecnológica por comunidades nativas está centrada en la construcción de una “identidad étnica, cultural y subcultural a través de la construcción de representaciones híbridas” (p. 399), un imaginario en constante elaboración, a partir de la mezcla entre la cultura y tecnología de masas con los sistemas de representación de la cultura nativa, que deben entenderse como medios culturales de comunicación que tienen como objetivo mediar la cultura entre grupos sociales, es decir, hacerla inteligible entre unos y otros. A lo largo del texto vemos también cómo esta mediación adquiere diferentes formas en los medios de comunicación indígenas.

La elaboración de videos trae consigo conflictos sociales y políticos pues la elección de los camarógrafos y editores adquiere relevancia en tanto el proceso adquiere también importancia. Lo que está en juego es el acceso a un medio objetivador que traduce los significados políticos, culturales y estéticos de una cultura, una posición llena de prestigio en la sociedad Kayapó, en donde el acto de filmar constituye uno de los procesos mediadores más importantes en su relación con la cultura dominante. Por eso el registro es un proceso que vale por sí mismo y buscan incorporarlo en las representaciones que hacen de ellos, tanto los medios occidentales como nativos. La grabación ha pasado a ser una más de las ceremonias que los Kayapó han incorporado al conjunto de representaciones culturales que valen la pena grabar.

En el ámbito de la edición se especifica que los promotores de la experiencia no hicieron ningún intento por adiestrar a los editores Kayapó en las prácticas estéticas occidentales “concernientes al encuadre, montaje, corte rápido, flashback y otras formas narrativas o anti narrativas de secuenciación” (p. 404). Con ello se otorgó completa libertad para que los editores incorporen su propio sistema de representación, dando como resultado un estilo en el que las tomas largas son predominantes pues los Kayapó aun no consideran significativa la diferencia entre un video no editado y uno que si lo está.

El editor incorpora sus categorías culturales ejerciendo una mediación cultural que quizá es más importante que la que muestra el video. Si bien Turner no lo especifica, este proceso podría iniciarse con el camarógrafo pues desde el registro se manifiestan las formas culturales Kayapó, caracterizadas por una estructura repetitiva, la misma que está presente en las ceremonias que son grabadas. Para su sociedad, la repetición y la réplica son los aspectos constituyentes de la belleza, la mímesis debe ser entendida como la “imitación de la esencia más que como intento de copia naturalista exacta” (p. 411). Esta característica atraviesa todas sus representaciones y forma parte del proceso de auto representación frente al mundo occidental.

Como documento social y político, el uso Kayapó del video ha estado orientado a la documentación de las confrontaciones con la sociedad brasileña, denominada “el hombre blanco”, pero también a los acontecimientos internos de resolución de disputas o reuniones de líderes. A través de los ejemplos expuestos se puede apreciar la función performativa de los videos, en donde la recreación de lo sucedido es una herramienta de documentación válida, pues el video es considerado una representación objetiva en la conciencia social. Este sería el efecto transformador del medio, una creciente objetivación de la realidad social, teniendo en consideración que las representaciones tradicionales buscan también la mímesis de los sucesos.

Las categorías culturales Kayapó, estructuradas en su producción videográfica, han sido parte también de la retórica política, tal como se advierte en el ejemplo del encuentro de Ropni, popular líder Kayapó y funcionarios de la FUNAI. La grabación está editada en orden secuencial, haciendo hincapié en no obviar las etapas del proceso, lo que va a determinar un sentido inteligible para los miembros de la comunidad, la victoria de Ropni.

Finalmente, Turner se dedica a justificar y defender la experiencia del video Kayapó, argumentando que, al igual que en la nueva etnografía, la preocupación principal es la de incorporar la expresión de las voces indígenas, con la diferencia que aquí no importa la voz del antropólogo, el interés es darle a los nativos la última palabra sobre sí mismos, “insertar sus voces directamente en los medios de comunicación del otro occidental” (p. 421).

En este punto se enfrasca en una discusión con James Faris que personalmente considero innecesaria frente a la solidez del conocimiento empírico resultante del proyecto Kayapó de producción de videos. Quizá el orgullo académico lleva a Turner a responder las críticas de Faris, que plantea que la apropiación de un medio occidental de representación y su consiguiente difusión en ámbitos occidentales acaba con la alteridad del pueblo indígena que lo realiza, concluyendo además que es mejor no hacer nada, sugiriendo que la hibridación de los sistemas de representación contamina la identidad nativa tradicional. Este es un argumento que el autor desbarata arguyendo que aún si esto sucediera los Kayapó se convertirían en ese momento en una especie de occidentales poseedores de una subjetividad validada y a la vez auténtica. Pero para Turner esto no ocurre, lo que en verdad sucede es que se realizan acomodos pues los Kayapó son conscientes que su auto representación está cambiando y su interés no es permanecer culturalmente estancados, sino ganar los espacios necesarios para sostener sus esfuerzos de resistencia frente a la cultura dominante.

CUMMINS, Thomas. Brindis con el Inca. Cap. VI y VII

Antes de llevar a cabo un análisis de la transición pictórica en las representaciones de los queros, Cummins plantea que, en el proceso de conquista y afianzamiento del poder español en los territorios del imperio incaico, se llevó a cabo un proceso de adaptación mutuo que permitió, por ejemplo, que los conquistadores reconocieran en el intercambio de queros un ritual importante dentro de la negociación y procesos diplomáticos. Con ello el autor manifiesta un sentido de continuidad, no inmutable, que enmarcó el paso de una iconografía abstracta a una pictórica. De esta manera, la costumbre se redefinió en base a negociaciones a través de las cuales se recibió la influencia de la representación europea, por un lado, y por otro, se mantuvieron los motivos andinos, quizá a manera de “resistencia a la dominación y aculturación españolas” (p. 181). En ese sentido, el texto es claro en proponer que no se puede pensar esta etapa de forma maniquea, ciertamente los españoles trataron de incorporar todos los aspectos culturales a la empresa colonia, pero ello no sucedió sin una respuesta de la influencia andina en las representaciones y la vida diaria.

Un ejemplo de este proceso, en el que vemos una participación activa desde el mundo andino, es la representación que ordenó hacer de él mismo el Inca Manco Capac II, luego de su intento fallido por tomar el Cusco. Se trataba de una pintura que representaba una figura humanoide estilizada, la misma que se ubicaba en la vía de acceso a Ollantaytambo. Si bien las pinturas rupestres no eran ajenas al mundo andino, nunca antes se había usado una representación que buscara ser una metáfora idéntica al sujeto real, sino más bien figuras no humanas. Lo que Manco hace es modificar eso para dirigirse también a un enemigo con otros modos de representación. Así también, los únicos queros pintados, que fueron excavados, fueron hallados en Ollantaytambo y parecen provenir de este período. En ellos se apercia la talla del perfil de unos jaguares que están pintados, marcando, tal vez, una etapa en el proceso de transición en los modos de expresión incaicos. Sin embargo, vale hacer la distinción entre la representación de Manco Capac II, dirigida a andinos y españoles, y las representaciones de los queros de Ollantaytambo, que no formaban parte de ningún diálogo entre culturas, sino de un ritual funerario.

Otro aspecto importante de mencionar es la experticia con la que fueron pintados los queros de Ollantaytambo, lo que sugiere la idea de antecedentes en pintura inca. Sobre este punto, Cummins menciona los tableros históricos y algunos telares, de los que lamentablemente no queda ninguno y sobre los que los cronistas no profundizaron. En todo caso se concluye que éstos podrían haber incluido información histórica pero que no eran de fácil lectura, sino que había que tener una formación especial. De ello se desprende que las representaciones no eran figurativas sino abstractas, y que la intención de las imágenes solo se percibía por el acto ritual de usarlas. En todo caso, el paso a la representación pictórica de los queros no fue rápido sino un desplazamiento lleno de negociaciones, tensiones y resistencias que sucedieron en la colonia. Ello se evidencia en que recién a partir del S. XVII se difunde la producción de queros decorados con representaciones nuevas evidentemente europeas; pues si bien eran los indios quienes los producían y buscaban involucrar la iconografía andina, no hay que dejar de lado que los intereses españoles atravesaron el “contexto dialéctico de la sociedad colonial” (p. 204).

Sin embargo, durante los primeros años de la conquista, el sistema de representación incaico no sufrió variaciones estructurales significativas, pues no había suficientes europeos que llevaran a cabo el rediseño y porque las luchas internas entre europeos requerían de la alianza con los grupos indígenas a quienes no convenía imponer cambios culturales y religiosos. Además, el sistema de encomiendas, institución fundada por los españoles con el fin de organizar el territorio, los recursos, el trabajo y los tributos, no funcionaba en la medida en que el encomendero no vivía entre sus indios y el único español presente era el cura o doctrinero. La organización aún estaba en manos del curaca y los encomenderos no interferían con las prácticas sociales y artísticas. La iglesia tampoco tuvo un impacto inicial muy fuerte en su camino a la evangelización pues su estrategia se basó inicialmente en “la conversión a través de la prédica y la persuasión” (p. 210). Salvo algunos artesanos incas, a quienes se les enseñó a pintar, leer y escribir dentro del contexto colonial, no existió una política efectiva de inclusión cultural.

Pero este período pronto cambiaría, pues la disconformidad indígena con la administración española pronto se manifestó en el Taqui Onkoy, un movimiento a través del cual se rechazaba todo lo occidental y se abogaba por un retorno a la pureza andina, entendida como todo lo no español. Cuando el sistema colonial comprendió la naturaleza y repercusiones posibles emprendió la tarea de controlar verdaderamente al Perú nativo. Esta respuesta se dio principalmente en dos ámbitos, el político representado por el Virrey Toledo y sus reformas, y el religioso, representado por la Iglesia Católica y las directivas de los Concilios de Lima. En suma, ambos buscaban eliminar la idolatría y la apostasía a través de la sistemática eliminación de las huacas y de todos los ritos que pudieran estar relacionados a la veneración de algún Dios nativo. En ese contexto, los españoles culparon a la bebida de los actos de idolatría y prestaron mucha más atención a los queros y las aquillas, que fueron destruidos cuando presentaban imágenes paganas. Sin embargo no desaparecieron y la imaginería tradicional tampoco lo hizo, los productores dieron un giro en la manera de representar y de lo que se podía representar, pues no se podía ofender los gustos de los españoles.

Por ello la década de 1570 es tan importante, porque es un período de transición. Relocalizados en reducciones, los artistas nativos tuvieron que confrontar la desaparición de algunos aspectos de su forma cultural de representación, tenían que jugar dentro de los esquemas de los españoles, de acuerdo a las reglas españolas, es decir, en función de los parámetros de representación europeos. Cummins sugiere que este aprendizaje formó parte de un acomodo que puede leerse de dos maneras, como parte de un proceso de resistencia y/o como parte de una práctica de incorporación de la vida nativa a la empresa colonial. En todo caso, lo que si llegó a darse fue el paso de la representación sinecdótica a la representación mimética, pero sin perder los códigos de significación andinos, identificados por las variables espaciales, las cuales perduraron inscritas dentro del nuevo sistema pictórico. Así también, las imágenes, a pesar de depender de un sistema de referencia europea, también fueron reestructuradas y reimaginadas, para transmitir significados andinos. Bajo ese criterio, el autor plantea que el cristianismo, la principal fuerza de representación en la colonia, no imponía su discurso de manera exclusiva, es decir, si bien la disputa no estaba en diferentes sistemas de representación, sí se daba.

La creación de la imaginería colonial nativa, una de orden pictórico, tiene su máximo exponente en las ilustraciones del andino nativo Guamán Poma, quien era consciente del poder de las imágenes, había ayudado en la extirpación de idolatrías y estaba disconforme con la manera en que eran tratados los “indígenas” (condición colonial del nativo peruano). Él entendía las imágenes como evidencia, una concepción introducida por los españoles, y por tanto las incorporó a su Nueva Crónica. Su trabajo se enuncia desde un nuevo origen epistemológico de la imaginería andina, pues las imágenes incorporan contenido autóctono que opera en un segundo nivel (siendo el primero el occidental). El código pictórico europeo es reorganizado de acuerdo a criterios y categorías andinas tradicionales, en donde el significado espacial de una figura determina el sentido.

Finalmente, Cummins indica que las similitudes entre los dibujos de Guamán Poma y los de los queros coloniales, son de ese tipo, de organización espacial de la composición. En ambos notamos cómo las categorías conceptuales andinas se han acomodado al sistema pictórico europeo, no sin sacrificar la concepción nativa de la imagen, en la que no existían límites entre lo mundano y lo espiritual.

POOLE, Deborah. Visión, Raza y Modernidad. Cap. V

Deborah Poole sostiene que las dos categorías de las cartes de visite andinas, la fotografía de tipos y el arte burgués del retrato, no son simples representaciones sino que son mercancía que aumentaban de valor a través de determinadas formas de intercambio. Organizadas por medio de álbumes e intercambiadas por coleccionistas e instituciones, significaron una forma de representación (y en algunos casos autorepresentación) del imaginario visual alrededor de los países latinoamericanos.

Desde su aparición en 1854, las tarjetas de visita, inventadas por André Disdéri, marcaron la transición de la fotografía artesanal a la industrial, de una fotografía para unos pocos a una para las masas, de una obra grande, costosa y trabajosa a una pequeña, barata y fácil de reproducir. Éstas características las hicieron inmediatamente populares, pues permitieron desde un inicio que se intercambiaran libremente y adquirieran un sentido cada vez más importante en el ámbito de la autorepresentación. Poco a poco se convirtió en una obligación regalar tarjetas de visita y coleccionarlas en álbumes para registrar el círculo social de intercambio.

Este sentido ritual se traslado también al proceso productivo en donde los fotógrafos colaboraron configurando un espacio aislado para la toma fotográfica y desarrollando un discurso alrededor del retrato burgués que se articulaba en el espíritu fisiognómico de la época. De esta manera los estudios reputados sostenían que podían sustraer la esencia moral de una persona a través de los gestos, las poses, el escenario y la parafernalia que involucraban en la producción del retrato, de manera que denotara no solo el parecido físico, sino también un parecido espiritual. Esta pretensión resulta sumamente contradictoria frente a los millones de fotografías casi idénticas, de diferentes partes del mundo, que muestran a las burguesías europea y colonial configuradas casi de la misma manera. Y es que las cartes de visite contribuyeron a la formación de una identidad y también al ordenamiento de los patrones estéticos y culturales de esta “clase global” (p.140).

Pero no solo se encargó de la gente, también se usaron para un registro numeroso y amplio de los espacios, paisajes, monumentos, objetos y artefactos de todo tipo, siendo coleccionadas y comercializadas también en álbumes temáticos. El antecedente más importante en este ámbito fue el de la fotografía estereoscópica, cuya principal característica fue la tridimensionalidad, una ilusión que reforzó la concepción de dichas imágenes como mercancías, objetos visuales para la propiedad, individuales, separados del objeto que fue fotografiado. Su disfrute consistía en mirar una imagen con sus propias “coordenadas espaciales y temporales” (p. 145). Frente a ello las cartes de visite no fueron tan exitosas en objetivar la imagen, debido principalmente a su tamaño pequeño, que no permitía una inmersión similar.

Pero lo que fuera su desventaja resulto jugar a su favor en la fotografía de tipos y rarezas humanos. El carácter plano de la tarjeta de visita, así como el uso de los estudios fotográficos con todas sus posibilidades, permitieron otorgarle al cuerpo una monotonía y caricaturización que no se obtenía en la fotografía estereoscópica, ofreciéndose “tanto para la observación como para la posesión” (p. 146) y motivando la expansión de una esfera de fotógrafos viajeros y consumidores de este tipo de imágenes.

En el Perú, los fotógrafos nacionales y extranjeros que se dedicaron a abastecer el mercado de los tipos humanos, se orientaron principalmente al personaje del indio serrano a andino. Si bien Poole menciona una relación de poder que separa al fotógrafo del personaje, no presenta evidencia determinante al respecto, sino interpretaciones alrededor de la imagen que pueden haberse creado en confabulación entre fotógrafo y modelo. En todo caso, estas imágenes se coleccionaban en álbumes que eran organizados siguiendo una lógica puramente estética y anónima, las fotografías no llevaban los nombres de los personajes sino que se hacía hincapié en los oficios, y si bien se organizaban en cierta medida con relación a la pertenencia nacional o geográfica de los retratados, era común ver juntos a indígenas y personalidades de distintos países, dispuestos de acuerdo a criterios de forma.

Los ejemplos de los álbumes de Thibon y de Wienner permiten a la autora afirmar que existía una lógica de intercambiabilidad e igualdad entre las representaciones hechas de los diferentes tipos de indígenas sudamericanos, todos ellos sin identidad y anónimos. Por un lado “cholas” a las que no vale la pena otorgarle una identidad, sino como objetos de fascinación susceptibles de ser dominadas y poseídas, por otro lado los indígenas subdivididos como ocupaciones y oficios. En ambos casos el valor de las imágenes se remitía a su capacidad de “acumulación, clasificación e intercambio” (p. 163).

La carte de visite también se relacionó con las teorías raciales de la época y su viraje cuantitativo, que insistía en herramientas que permitieran medir y organizar las diferentes curvaturas craneales, de manera que pudiera determinarse las diferencias raciales. Así, las imágenes se pusieron al servicio de los investigadores que involucraban el ámbito racial en sus trabajos, como el caso de los retratos hablados usados por el antropólogo Arthur Chervin en su afán clasificatorio de los tipos bolivianos.

Finalmente, Poole señala que existe una relación entre el uso y difusión de las tarjetas de visita y el nacimiento de lo que Sekula llama el “terreno del otro” (p. 173), ese espacio a través del cual se construyeron los imaginarios de referencia racial relacionados a la expansión del capitalismo fuera de Europa y a una forma de economía visual.

Globalización, Organizaciones Indígenas de América Latina, y el Festival of American Folklife de la Smithsonian Institution – Daniel Mato

El artículo de Daniel Mato está estructurado a partir de un estudio de caso que muestra la producción y reproducción de relaciones transnacionales en contextos de representación cultural étnica, donde se ven involucrados actores globales y locales. La experiencia a partir de la cual se construye el texto es la del Festival of American Folklife de 1994, y en particular la del programa Cultura y Desarrollo, un evento organizado por la Smithsonian Institution y la Inter American Foundation (IAF). Éste consistía en una feria de exposición –ubicada en The National Mall en Washington D.C.- con quince stands en los que se reunieron a diversas organizaciones relacionadas a los pueblos indígenas de siete países hispanohablantes, uno de Haití y uno de Brasil. El festival, que se organiza anualmente desde 1967, tiene un público compuesto en su mayoría por turistas internos y externos interesados en algo que Mato denomina “entretenimiento educativo”. Además, en el caso de este programa en particular, se detectó la asistencia de coleccionistas, artesanos, músicos, investigadores, profesionales y miembros de organizaciones que estaban vinculados de alguna manera a algo que podríamos llamar la esfera globalizada de los pueblos indígenas, principalmente de Latinoamérica.

A partir de esta configuración (actores y espacio), el autor resalta el carácter transnacional de lo ocurrido, señalando además que dicha cualidad se puede rastrear mucho tiempo antes de inaugurarse el festival. El Center for Folklife Programs & Cultural Studies, unidad dependiente del Smithsonian y encargada de programa Cultura y Desarrollo, comienza la planificación de la feria con un año de anticipación, momento en el que se manifiestan los primeros rasgos de transnacionalidad, pues se toma contacto con las organizaciones “locales” destinadas a exponer, los diversos consultores que realizan investigación preparatoria y algunas entidades que cumplen un rol de apoyo. En este contexto se decide qué y cómo representar. Además, durante el transcurso del evento se inician diversas relaciones entre los expositores y algunas organizaciones asentadas en los Estados Unidos, que en algunos casos han dado origen a “relaciones más regulares de cooperación e intercambio” (p. 5).

Otro de los aspectos que se señala como constituyente de esta característica transnacional es el ámbito global en el que se llevan a cabo las actividades de los dos organizadores, el Smithsonian y la IAF, el primero considerado oficialmente como el Museo Nacional de los Estados Unidos y el segundo enfocado al desarrollo de base en América Latina. Ambos con cierta independencia frente al gobierno central, pero sujetos al veto que pueden imponerles ciertas instancias gubernamentales. Es decir, en términos de la representación de otras naciones y de la propia, el Estado Norteamericano tiene la última palabra.

Mato señala también una diferencia fundamental entre los programas internacionales y los transnacionales, siendo los primeros aquellos que se incluyen en el festival a partir de los intereses de los gobiernos extranjeros, mientras que los segundos surgen en función a “intereses asociados a conflictos y negociaciones en la sociedad estadounidense” (p. 7). En el caso de este programa, relacionados al tema de la reivindicación de las minorías raciales y su participación en las esferas públicas. Así, las organizaciones invitadas respondían de alguna manera a la necesidad de representar el origen de algunas de estas minorías. Por otro lado, las organizaciones invitadas, que mantenían una relación previa con la IAF, estaban ligadas a una historia de exclusión y opresión de los grupos humanos que representaban, un discurso que podría empatarse fácilmente con los significados que se desprenden del término minoría y el uso que se le da en la sociedad norteamericana.

Finalmente, desde la perspectiva de los expositores, la importancia de las relaciones transnacionales se ejemplifica a partir de dos casos. El primero es el de las representaciones públicas realizadas por las cooperativas productoras de café y cacao de México y Bolivia, en donde ambas habían incorporado el discurso de la agricultura orgánica y la tradición indígena a lo largo de la descripción de sus procesos productivos, como un recurso para el desarrollo. El segundo caso es la comparación entre la auto representación realizada por la Asociación Nacional de Taquile (Perú), que hizo un uso exitoso de la vestimenta “tradicional” y del etnoturismo, y los representantes del pueblo Emberá (Panamá), que no tuvieron mucha acogida y que concluyeron que eso se debió a una mala representación de su pueblo pues no vestían de acuerdo a sus costumbres.

A partir de todo lo anterior se concluye que, para el estudio de experiencias similares, se debe involucrar las variables constituidas por las relaciones internacionales y transnacionales, pues las culturales locales no son unidades sociales claramente definidas, sino que se articulan en función de un contexto global en constante choque e intercambio.

La aparición del otro: una biografía de la mirada antropológica

Igor Kopytoff nos introduce en la biografía cultural de las cosas explicándonos que las preguntas que debemos hacer para su elaboración tienen que ser similares a aquellas que usamos para las personas: cuál es su origen, su situación actual, sus pretensiones para el futuro, cómo ha sido su vida y qué es lo que se considera una vida ideal, cuáles han sido sus etapas y las marcas culturales que lleva. Si tomamos en cuenta lo anterior y pensamos a la antropología visual, sus prácticas, su discurso, su producción literaria y al conjunto de personas, entidades y relaciones que se desenvuelven dentro de ella como un objeto cultural, podríamos esbozar una biografía cultural de la misma. Para efectos de este trabajo incluiremos también un sesgo geopolítico, el peruano.

Conforme a eso, lo primero que debemos trazar es un marco general de la historia de la antropología, una disciplina relativamente joven que ha sobrellevado algunas crisis de identidad y que ha visto tambalear sus estructuras hasta el extremo de rechazar los fundamentos de la etnografía clásica.

Otredad
Si pretendemos asumir una posición reflexiva sobre el estado de la cuestión de la antropología debemos empezar por preguntarnos dónde se inscribe este capítulo de las Ciencias Sociales. En principio, podemos entenderla como parte del devenir natural de los debates iniciados por Durkheim, Marx y Weber en el campo de la sociología. Así, si existe una disciplina que se encarga de la sociedad occidental , es comprensible una disciplina occidental que se encargue de las otras sociedades.

Esta práctica, desde una perspectiva académica, está asentada en el contexto colonial del S. XIX en donde los científicos viajaban a investigar las posesiones de ultramar de los grandes imperios. Este proceso se legitimó a través de una agenda política en la que el control sobre las colonias estaba en directa proporcionalidad con el conocimiento que se tenía de éstas, además, simbólicamente, el locus de enunciación da poder sobre aquello de lo que se habla. Estos primeros esfuerzos por incorporar una comprensión del otro al discurso moderno de occidente están marcados por premisas de superioridad y paternalismo. De esta manera el otro es visto como primitivo, exótico e inscrito en una etapa inferior de evolución, en comparación a la occidental , se trata de una mirada desde la historia comparada y el evolucionismo.

Es a partir del S. XX que la antropología se transforma y empieza un camino en tres direcciones, tres escuelas definidas también geopolíticamente: la británica, la francesa y la americana, todas ellas descendientes de la antropología social y cultural, una rama diferente de la antropología biológica y física que explicaba que la diversidad se fundamentaba en la raza. Dentro de la Antropología social o estructural funcionalista, se identifican las escuelas británica y francesa, en el ámbito culturalista se encuentra inscrita la escuela americana.

La escuela estructural funcionalista adoptó el enfoque de que toda actividad dentro de una sociedad es funcional al orden social que se asume y por ello está en equilibrio. Así, mientras un estatus sea normativo se convierte en deseable. Esta postura deja de lado un fenómeno vital de todo grupo humano y de todo proceso relacional, el conflicto. Desde esta perspectiva, por ejemplo, el marxismo no tendría cabida pues se muestra cada sociedad como un conjunto en constante armonía, acomodado de acuerdo a un proceso histórico.

Ahí se ubica la escuela británica, cuyo presupuesto era que el estudio de la estructura social tiene como trasfondo la preocupación por entender el orden social y los mecanismos de su reproducción. Su interés se centraba por describir las prácticas y la acción, el proceso. Para este enfoque, la diferencia y la diversidad entre sociedades se entendía como respuestas distintas a problemas comunes. Bronislaw Malinowsky, por ejemplo, examinaba la forma en la que la sociedad funcionaba para satisfacer la necesidad individual.

También dentro del estructural funcionalismo, la escuela francesa tenía que lidiar con el determinismo racial, una teoría cuyos orígenes podríamos rastrear hasta Georges Louis Leclerc, Comte de Buffon, Jardinero del Rey entre 1739 y 1788, quien postuló que el clima mundial había configurado las características raciales de los seres humanos además de la evolución de las especies y plantas. En términos antropológicos esta escuela suponía que si una sociedad se organiza en función de decisiones raciales, entonces la mente está utilizando características físicas para establecer distinciones. La línea de estudio francesa se orientó a responder la pregunta sobre la diversidad en términos de la estructura social, de manera que se pudiera comprender los principios que organizaban las representaciones que la sociedad hace de sí misma. De esta manera, la diferencia y la diversidad se entienden como manifestaciones distintas de una misma estructura mental. Lévi Strauss, uno de sus máximos exponentes, planteó por ejemplo que todos los mitos pueden reducirse a componentes básicos y que en cada caso particular, en cada sociedad, serían las representaciones de la mente humana.

Finalmente, la escuela americana o culturalista tuvo un origen singular ya que inicialmente su objeto de estudio fueron los aborígenes americanos, sociedades que se ubicaban en el marco continental y no a ultramar como en el caso de las escuelas británica y francesa. En este caso, la antropología se fundamentaba en el estudio de la cultura para entender los significados culturales y morales que moldeaban a los individuos. En ese sentido, la diferencia y la diversidad se entienden como el resultado de procesos de socialización distintos. Su interés era conocer el significado de las cosas, procesos y relaciones. Margaret Mead, por ejemplo, plantea en Coming of Age in Samoa, que la angustia experimentada por los adolescentes norteamericanos alrededor del sexo se debía a la cultura en la que estaban inscritos y no a la naturaleza de la adolescencia.

Además de estas tres escuelas podríamos mencionar aquellas manifestaciones antropológicas locales que buscaron la reivindicación del discurso que se había hecho de ellos. Quizá el caso más importante en nuestro contexto sea el de la antropología Latinoamericana, marcada por el afán nacionalista que moldeó las sociedades de esta parte del mundo en buena parte del S. XX.

Trabajo de campo
Si bien las tres escuelas principales permiten formalizar la disciplina antropológica, el principal aporte que se desprende de ellas es el método etnográfico. En el caso de la escuela francesa y la escuela británica se le utilizaba en conjunción con el método comparativo, en el caso de la escuela americana, con el método interpretativo.

El trabajo etnográfico consiste básicamente en estar ahí, una premisa que será fundamental para validar posteriormente una serie de herramientas que darán forma a la antropología visual . Es la mezcla entre la ciencia y la experiencia, una combinación ideal para la antropología en vista de que el método científico de experimentación tradicional resulta imposible de practicar; irrealizable en función de los principios validez y rigurosidad con el que se aplica en las ciencias exactas. ¿Cómo mantener control absoluto sobre una sociedad durante un tiempo prolongado? Una ilusión que únicamente es realizable en la ficción de The Truman Show.

Fue Malinowsky a inicios del S. XX quien rompió con la tradición evolucionista y de historia comparada que aplicaban científicos sociales europeos desde sus oficinas y estudios privados. Él decide que había que estar donde se manifestaba el punto de vista nativo, de modo que se tome en cuenta el contexto de su posición. De esta manera, el conocimiento etnográfico está caracterizado por ser eminentemente empírico, por ser el antropólogo quien es el instrumento de observación y por remitirse dentro de variables espaciales y temporales (esta última, una característica que necesitó ajustes dentro de la etnografía virtual) .

El trabajo etnográfico también comprende algunos supuestos metodológicos requeridos para una adecuada implementación del desplazamiento como estrategia, se trata del desconocimiento y el reconocimiento, un abandono de los prejuicios que se puedan tener acerca de la sociedad estudiada. El producto final de esta metodología es la etnografía, tradicionalmente un cuerpo literario destinado a interpretar, traducir y presentar la experiencia con el otro. Conforme a ello, el conjunto del trabajo de campo etnográfico comprende un enfoque, un método y un texto. La etnografía rompe con la tradición positivista de subyugación del objeto para ofrecernos una relación sujeto-objeto en la que el otro es también un sujeto y el conocimiento es relacional.

Es a partir de este método que se introduce desde muy temprano el uso de herramientas audiovisuales como apoyo para el registro del investigador, una participación inocente que poco a poco fue adquiriendo mayor relevancia, principalmente dentro del debate acerca de la validez de la representación etnográfica.

La antropología visual se abre paso
Desde su aparición, la fotografía, el film y el registro sonoro se utilizaron, paradójicamente, a ciegas, para denotar la objetividad de aquello que mostraban. El ámbito de la etnografía no fue la excepción. Desde finales del S.XIX, las expediciones científicas incorporaron los medios de representación y ya en el primer cuarto del S.XX era una práctica acostumbrada que se inscribía como parte de las políticas de estado, como lo demuestra la experiencia de la Farm Security Administration, un proyecto fotográfico realizado en el marco del New Deal norteamericano. En el ámbito de las ciencias sociales se utilizó en los estudios antropomorfos y de clasificación racial como la expedición Haddon al Estrecho de Torres. Este enfoque puede ser considerado sumamente reducido en comparación al material cubierto por Boas, que incluía muestras de cultura material, ceremonias y retratos. Efectivamente, Malinowsky y Franz Boas eran fotógrafos muy productivos pero sus acercamientos limitaban el potencial de lo visual, pues el primero pretendía una descripción holística incapaz de congeniar con la particularidad de la imagen, mientras que el segundo consideraba que la fotografía únicamente se fijaba en la superficie.

Mucha de esta producción tuvo como espacio de exposición el museo, lo que denota también una concepción del otro como exótico y en alguna medida como algo para preservar. Este es el caso de Edward S. Curtis, quien realizó un registro fotográfico y cinematográfico (In the Land of the Head Hunter) de diversas tribus indígenas norteamericanas adjudicándoles un aura de misticismo y romanticismo pre configurado.

La utilización de lo audiovisual no tenía una base teórica propia, sino que era aun la herramienta de apoyo con la que se verificaba la veracidad de lo sucedido o como material en crudo que permitiría una triangulación de la información recogida por medio de las notas de campo. Por ejemplo, la fotografía, una práctica naturalizada dentro del esquema positivista, fue considerada espejo de la realidad al servicio del registro del trabajo de campo, no como una herramienta con discurso propio sino como evidencia de lo realizado, el cénit de la representación mimética. No podía articularse con la creencia de que la cultura solo podía ser explicada históricamente y dentro de un marco aun romántico del trabajo etnográfico.

En el segundo cuarto del S. XX, gracias el desarrollo tecnológico que redujo el tamaño de los equipos y simplificó el procesamiento de las imágenes, y con la institucionalización de la antropología y el método etnográfico, se realizaron las primeras exploraciones en el uso de la imagen, tanto en investigación, trabajo de campo y difusión. Margaret Mead y Gregory Bateson, por ejemplo, realizaron un amplio registro fotográfico en su investigación de una comunidad en Bali. Posteriormente, en la década del 70, Mead atendería el tema de la representación como una labor pendiente ante la desaparición de la diversidad cultural , uno de los tantos enfoques de la antropología visual. Durante estos años también se manifiesta el cinéma verité de Jean Rouche, quien “no pretende captar la realidad tal como es, sino provocarla para conseguir otro tipo de realidad, la realidad cinematográfica: la verdad de la ficción” , una tendencia que no tendría eco sino algunos años más tarde. Se trata de un período en el que, en el marco general, hay una desacralización de los medios de representación como mirada objetiva.

Cabe destacara que la primera mitad del S. XX estuvo caracterizada por la competencia entre antropología aplicada y “pura”, además del espíritu por conseguir fondos para las expediciones y por consiguiente de inscribir los trabajos de investigación dentro de agendas privadas, estatales o institucionales.

No es sino hasta pasada la Segunda Guerra Mundial que se institucionaliza el uso de los medios de representación visual y sonora como parte de algo llamado antropología visual. Así lo demuestra la fundación del Comité Internacional de Film Etnográfico en 1952 y del Instituto de Cine Científico en 1959. Ambos nombres evocan un proceso de apropiación por parte de las Ciencias Sociales, que toman estos medios para incorporarlos a su discurso. En este período, la antropología visual se relaciona directamente con la antropología aplicada , una rama que había sido rechazada por la academia británica y que en Estados Unidos ganaba un renovado interés.

A partir de este momento y durante la última parte del S. XX el debate sobre los modelos de representación adquiere nuevos matices, influenciados directamente por el proceso post colonialista y la globalización. En ese marco surgen las manifestaciones de cine nacionalista post colonial y el cine indígena. La antropología visual, validada dentro del ámbito científico como un instrumento, busca ganar relevancia y legitimación no solo como una herramienta más.

Diversos científicos como John Collier y Margaret Mead asumen la defensa de la antropología visual, derribando los obstáculos de la tradición escrita. En ese sentido arguyen que si bien la palabra fue considerada como la única forma de describir lo que pasaba en el campo, el lenguaje no es la única manera de “contar” o de traducir la experiencia empírica. Por otro lado, concluyen que la tensión evidente entre la representación-subjetividad y el registro-objetividad no puede ser considerada como un alegato en contra del uso de los medios audiovisuales pues forma parte de su naturaleza primigenia . El antropólogo no tiene que ser un artista de la imagen, basta con que adquiera los conocimientos técnicos necesarios para obtener lo que busca pues no será juzgado desde el arte, aun a pesar que puedan adquirir luego esa categoría

Ambos consideran que el etnógrafo tiene que tener la capacidad de realizar un registro audiovisual en paralelo a la puesta en marcha de otros instrumentos. El conjunto de respuestas y data que obtenga estará determinado por la pertinencia de los métodos que use en cada caso. Desde el simple registro hasta la entrevista con fotografías, cada método permitirá obtener información valiosa para la investigación. En ese entorno, las consideraciones éticas y políticas de la antropología visual se moldean de acuerdo a los antecedentes del trabajo de campo tradicional. La cooperación (y cuando se cree conveniente “la participación”) de los informantes tiene que ser concedida con libre albedrío. Si bien el acercamiento de Collier y Mead puede resultar todavía muy subordinado a la tradición antropológica, que considera a la etnografía escrita como el medio ideal de producción. Esto quizá se deba a una perspectiva etnocentrista que perpetúa la idea de que la única representación que permite la conservación del otro es la del occidental educado.

Los últimos años han visto un incremento en el debate acerca de la pertinencia de la antropología visual. Sarah Pink plantea que a partir de los años 80, con la crisis de la representación y la discusión fenomenológica, los antropólogos visuales han insistido en demostrar el valor de sus enfoques .

Si bien este proceso es el carril principal por el que se desplaza la antropología visual, al igual que en la disciplina antropológica existe también manifestaciones locales importantes que se desarrollan paralelamente, influenciadas, evidentemente, en los cambios globales.

Tal es el caso de la antropología peruana. En la breve pero acuciosa hoja de ruta presentada por Carlos Iván Degregori observamos que los antecedentes de la disciplina en nuestro país se remontan a los proto antropólogos, los cronistas, frailes y burócratas españoles que marcaron sus experiencias de encuentro con el “nuevo mundo” a través de una relación dual de amor/odio. Ellos trataron de hacer inteligible al otro a través de sus crónicas, compendios, diccionarios y censos, con el fin de incorporarlos al conocimiento del imperio. Esta tarea tenía como objetivo la dominación y el control de todo lo conquistado, una posición que supone la superioridad de unos, pero que, tras la inmersión en estas nuevas sociedades, concede ciertas simpatías. Una tensión que, en el caso de los evangelizadores, suponía el “peligro de la corrupción de los signos y/o la moral.” El extirpador de idolatrías, Francisco de Ávila, es un ejemplo claro de ello, comprometido con la eliminación de las prácticas espirituales indígenas, también fue un recopilador metódico de las historias de la época prehispánica. El Inca Garcilaso, por su parte, ofrece una perspectiva en que la contaminación se da en un solo sentido, el de la cultura indígena vencida.

Pero no es sino hasta Felipe Guamán Poma de Ayala, en el S. XVII, que encontramos los orígenes de la antropología visual, y, forzando un poco los esquemas, de la primera etnografía escrita en el Perú. Su caso es el de una traducción del otro (que además era “igual” a él) utilizando un lenguaje validado en el mundo europeo. Nueva Crónica y Buen Gobierno significa un cambio en la representación visuale andina, se pasa del predominio de una iconografía basada en el diseño a una figurativa. Sus láminas tienen un valor etnográfico pues describen usos, costumbres y rituales que han sido registrados de la realidad, cumplen con ser una traducción cultural, al igual que el texto etnográfico que presenta. Si bien la motivación de Guamán Poma se origina en la desilusión que siente frente al maltrato al que los españoles sometían a los indios, su obra se catapulta como un compendio general de toda una sociedad.

Por otro lado, las acuarelas del religioso español Baltasar Jaime Martínez Compañón en el S. XVIII, son también otro antecedente importante pues se originan en su afán por describir y catalogar el imaginario racial de la colonia, un avance importante en el registro etnográfico que además tiene su fundamento en los procesos de control y dominación de un contexto colonial.

Pero todo este recorrido histórico aun es muy estrecho para resumir la pertinencia de la imagen en la antropología. Las consideraciones que se han hecho de la misma reflejan solamente uno de los tres planos en los que ésta es abordada por la antropología visual.

La naturaleza tripartita de la imagen antropológica
Es interesante considerar cómo el conjunto de profesionales ha incorporado ciertas producciones dentro del aura académica, aun a pesar que los realizadores de estas obras nunca tuvieron pretensiones científicas. Tal es el caso de Nanook of The North, de 1922, una película que es considerada como la primera expresión de cine de no ficción e inclusive como modelo de cine etnográfico . En este punto, cualquiera podría manifestar que cualquier producción podría ser entendida desde la antropología visual, aquí podemos identificar una diferencia entre objeto y discurso. Nanook of The North es una película que puede ser objeto de estudio de la antropología visual pero también es considerado un ejemplo de la apropiación de la tecnología para “escribir” una etnografía. Por otro lado, si Flaherty hubiera tenido la intención de filmar una etnografía hubiéramos encontrado el tercer plano de la imagen, su capacidad como herramienta, que es la perspectiva a la que hemos dado preferencia en el trazado histórico de la antropología visual en el acápite anterior.

Tenemos entonces que la imagen antropológica posee tres planos que se yuxtaponen constantemente:
- Es un objeto de la cultura material y por lo tanto genera relaciones, adquiere valor de cambio y genera procesos de apropiación e interpretación.
- Es una herramienta tecnológica que media y facilita la acción y la interacción de los procesos sociales y delimita el marco de acciones e interacciones posibles.
- Y finalmente, es una representación, un recurso discursivo y escénico que configura las identidades, los entornos y la memoria. Entrena la mirada de acuerdo a los preceptos estético/ideológicos en los que se produce y se lee, y moldea las conductas.

Bajo esa consideración se ven involucrados no solo el proceso de producción y planificación de la imagen, su construcción, sino también la deconstrucción que realiza el observador. Se presenta entonces una fértil capacidad discursiva entorno a ella, alimentada desde las tendencias multiculturales y el acercamiento reflexivo de la antropología contemporánea.

jueves, 20 de mayo de 2010

Otra teoría de la conspiración: Anderson, Benedict. Comunidades Imaginadas, Cap. X: El censo, el mapa y el museo

Benedict Anderson plantea que la formación de los nacionalismos de los nuevos Estados tiene su origen en la historia colonial del S. XIX. Si bien ello puede parecer una contradicción, en vista que los imperios buscaban implantar políticas antinacionalistas en sus dominios, el autor plantea que tres instituciones del poder colonial -el censo, el mapa y el museo-, moldearon el imaginario que luego alimentaría la construcción de la nación. Para afirmar ello se presentan una serie de ejemplos situados geográficamente en el sudeste de Asia, involucrando a casi todas “las potencias imperiales blancas” (p.229).

De acuerdo a Anderson, el censo fue la herramienta a través de la cual los colonizadores podían determinar la naturaleza de los humanos que gobernaban y con ello adquirir poder. Las investigaciones de los censos en Malasia, del sociólogo Charles Hirschman, mostraban que las categorías utilizadas se escogían, evolucionaban, agrupaban y transformaban de manera arbitraria en cada imperio. Además, los empadronadores buscaban no dejar fuera a nadie e integrarlos de manera clara, evitando considerar cualquier identidad mixta o ambigua. Este modo de clasificar es anterior a 1870 y tiene su génesis en los primeros encuentros entre europeos y nativos, cuando españoles, holandeses, ingleses y demás importaron los paradigmas de organización social europea y transformaron la estructura de clases oriunda. Lo nuevo que trajeron los censos de fines del S. XIX es que finalmente se cuantificaba cuánto había de cada quién, “intentaba contar minuciosamente los objetos de su febril imaginación” (p. 236). Con ello el Estado colonial podía organizar su burocracia. Vale mencionar que el caso de las identidades religiosas, anteriores a la presencia imperial, planteaba problemas para la organización secular del Estado, pues no comulgaba con el enfoque étnico-racial de las categorías.

En el caso del mapa mercatoriano, el autor señala que su penetración en las sociedades del sudeste de Asia transformó el sentido del espacio. Para ello se vale de la tesis del investigador tailandés Thongchai Winichakul quien afirma que hasta antes de 1850 existían solo dos tipos de mapas en Siam, uno cosmológico y otro de tipo local a modo de cuadrante que incluía notas y diversas perspectivas. Al llegar al poder, Rama IV, demuestra que ninguno de ellos mostraba un “contexto geográfico más grande y estable, (…) ninguno marcaba las fronteras” (p.240). Y es que esta idea no había sido concebida en Siam, solo en las regiones aledañas que sí habían sido colonizadas. Recién a partir de 1870 se empieza a considerar que la soberanía estaba marcada por una línea imaginaria y continua que unía los hitos que habían sido colocados con anterioridad y de manera irregular. Las transformaciones que trajo consigo esta nueva forma de considerar la geografía fueron, de acuerdo a Anderson, recurrentes en toda la región. Al aparecer la visión holística del mapa europeo aparecen también los espacios en blanco y la necesidad de llenarlos, se articula una herramienta al servicio de la obsesión clasificatoria que llevaría a los Estados coloniales a seguir explorando y tomando posesión, pero también justificando su dominio y su herencia, como en el caso de los mapas históricos. Es paradójico que lo que en este estadio sirvió como excusa de dominación, permitió luego la definición de las naciones-Estado independientes. Esta delimitación geopolítica es también responsable de darle forma física al Estado, una forma que muchas veces se excluía del contexto y adquiría el sentido de logotipo. “El mapa-logotipo (…) penetró profundamente en la imaginación popular, formando un poderoso emblema de los nacionalismos que por entonces nacían” (p.245). Cabe mencionar la relación entre el censo y el mapa, una colaboración permanente que permitió, por un lado la creación de categorías ajenas al espacio, y por otro la configuración topográfica del mapa.

Finalmente los museos, la herencia política en acción que, de acuerdo a Anderson, solo pueden ser comprendidos en función de la arqueología colonial decimonónica. Al declinar el Estado colonial comercial y surgir el Estado colonial moderno, la metrópoli pasa a ser el origen del prestigio. En función de ello, la restauración de monumentos y palacios cobra sentido pues cumple con el embellecimiento y el engrandecimiento de un territorio determinado. Sin embargo, también se mencionan tres razones diferentes para entender el boom de las inversiones arqueológicas desde una perspectiva de dominación. Primero como un plan educativo alternativo de parte de los conservadores que no tenían intención de destinar fondos a escuelas públicas, segundo como parte del discurso de superioridad que distinguía entre los constructores de los monumentos y los aborígenes dominados, y tercero como la presentación del Estado como “guardián de una tradición generalizada pero también local”. (p.253). Esta tendencia se vio acompañada desde el inicio por la capacidad de reproducción del Estado que no creía en lo sagrado de los sitios y que estimó conveniente la difusión masiva de lo “rescatado”. El Museo es, en similar medida que el censo y en el mapa, una clasificación del patrimonio y la manifestación visible del poder estatal.

El laberinto del cine etnográfico, una aproximación desde "Representación y cine etnográfico" de Elisenda Ardévol

El artículo de Elisenda Ardévol explora la relación entre la disciplina antropológica y el documental etnográfico, entendido, este último, como una representación elaborada desde lo que Walter Mignolo llamaría conocimiento fronterizo.

El primer aspecto que se quiere dejar en claro está relacionado a las características y diferencias de lo que se llama cine/video etnográfico, muchas veces relacionado a una representación visual con la intención de comunicar de manera holística la variabilidad cultural de distintos grupos humanos. En ese sentido se le ha adjudicado una misión pedagógica, pues busca incidir en el conocimiento, lo que lo diferenciaría del cine de investigación y el cine de documentación etnológica, puramente descriptivos. En este punto resulta interesante que se señalen a las producciones documentales y el cine etnográfico académico como parte del cine etnográfico, pero que luego se detenga en las aproximaciones teóricas de J. Ruby, quien buscaba ubicar al cine etnográfico dentro del género documental. En todo caso, se plantea una diferencia en el desarrollo de uno y otro “genero”. Mientras que el cine documental ha ido ganando prestigio, al cine etnográfico le ha costado mucho ingresar a la disciplina académica. Las contradicciones al delimitar el género provienen del hecho de que no se diferencie la perspectiva del realizador del film y de los consumidores, nominaciones yuxtapuestas que dependen del contexto para alternarse. Tal como puede interpretarse de Nanook of the North (Flaherty, 1922), el primer trabajo documental para algunos, acaso un ejemplo de cine etnográfico para la autora y un éxito de taquilla para el público de la década del veinte.

Luego del estado de la cuestión referente al cine etnográfico, Ardévol plantea una especie de borrón y cuenta nueva que permita establecer a qué nos referimos a partir de las evidencias fílmicas. Para ello parte de afirmar que toda imagen audiovisual es un documento válido para la investigación antropológica, solo depende de cómo la leamos, pues solo el proceso nos ayuda a distinguir un trabajo etnográfico (métodos, contexto de filmación y exposición, tratamiento de las imágenes como objeto de estudio). La conclusión es que el cine etnográfico no es un producto, es una forma de trabajar con y sobre un material audiovisual. Por ello, documento etnográfico, documental etnográfico y etnografía fílmica, son tres cosas diferentes.

En la historia de la disciplina, la tensión entre la investigación y la comunicación ha devenido en tres procesos de búsqueda, un estilo de filmación que responda al marco de la investigación, un modo de representación que responda a la necesidad de expresión del conocimiento antropológico y un modelo de colaboración que se ajuste ética y políticamente a la finalidad del producto. Esta discusión es importante pues el cine documental tendrá que responder siempre sobre el origen de sus imágenes y por las consecuencias que se desprendan de éstas, ya que sus referentes son reales.

Luego de mencionar las divisiones de subgéneros realizadas por Bill Nichols y Peter Crawford, Ardévol propone una categorización propia, en la que los modelos de representación del cine etnográfico son clasificados de acuerdo a las variables de estilo de filmación (los planos, el movimiento y la ubicación de la cámara, así como a la duración de las secuencias, el enfoque, la iluminación y las demás decisiones técnicas que se consideren para la filmación), el modelo de colaboración (cuál es el convenio al que llegan los productores y los sujetos filmados. También podríamos incluir las condiciones en las que se está realizando el film, las negociaciones que se hicieron con los auspiciadores, distribuidores y todos los colaboradores) y las técnicas de montaje (relacionadas a la configuración narrativa del producto final, en este ámbito se ponen de manifiesto también las influencias estéticas del editor).

Sobre la base de estas variables, Ardévol subdivide el cine etnográfico en ocho modelos de representación, el cine explicativo (en donde la imagen describe el guión y donde la narración verbal es la clave para la interpretación correcta de lo que vemos, el presentador/ comentador puede estar presente o no pero siempre existe, incluso cuando es sustituido por entrevistas, de modo que nos lleva de la mano a lo largo del film), el direct cinema (apodado “como una mosca en la pared”, se busca que la cámara pase casi desapercibida para que los representados actúen lo más natural posible, una pretensión contradictoria si se tiene en cuenta que la cámara casi siempre está próxima al sujeto filmado), el observational cinema (idéntico al direct cinema solo que la cámara está estratégicamente más alejada y no permite ediciones con cortes de relleno), el cinema verité (en donde la cámara funciona como catalizador de los acontecimientos, provocando que éstos se lleven a cabo, la verdad de la ficción), el cine participativo (en donde el sujeto/comunidad/ente/ representado toma parte de la construcción del producto audiovisual para implicar su propia reflexividad y autoría, sobre la base de la idea de MacDougall acerca de que una película nunca es sobre otra cultura sino un encuentro cultural, una afirmación donde claramente podemos rastrear la influencia postmoderna), el cine reflexivo (que trata de reflejar el proceso de producción en el producto, da mucha importancia a la subjetividad de los involucrados, descarta el supuesto de objetividad y, en su tendencia más autorreflexiva, valora la experiencia personal y la reflexividad epistemológica de los creadores. Supone filmar sobre la manera de filmar), el cine evocativo (en donde los referentes del medio cinematográfico se encuentran en la subjetividad del productor y del espectador, por ello las imágenes y su organización son las únicas herramientas que tendrán para la construcción compartida de los significados) y el cine deconstruccionista (al igual que el cine evocativo tiene su referente en la subjetividad pero en este caso se trata de subvertir los estilos narrativos, reconstruyendo otros modelos de representación para poder criticarlos). Este último modelo se emparenta también con las críticas culturales contemporáneas y postmodernas resultando en la dilatación de los límites de los géneros cinematográficos.

La razón por la que Ardévol clasifica cada sub género es porque está segura de que la importancia de la mirada del cine etnográfico no debe ser pasada por alto pues a través de ésta también se construyen variables cuya responsabilidad recae únicamente en los productores, y ¿quién es el responsable de construir la identidad de los otros? Por ello se debe definir qué tipo de aproximación se debe tener con relación al cine etnográfico. Se puede considerar como un instrumento de la etnografía, al servicio de las teorías antropológicas y útiles solo como una herramienta más de la investigación o para difundir los resultados. Como un documento etnográfico, el film interesa por el contenido, se trata de un producto cultural susceptible de ser interpretado y analizado dentro del ámbito del cine y el video. Finalmente, el cine etnográfico puede ser abordado como un modo de representación sujeto a diversas formas de control, inseparable de la política, la estética y su contexto, es un producto de la industria cultural a través del cual la sociedad dominante manifiesta el locus de enunciación. Aquí se despiertan las críticas ya mencionadas sobre la responsabilidad de los productores y la autoridad que conlleva tomar imágenes de otros para elaborar un discurso desde un imaginario particular con el fin de moldear una opinión, ¿se trata acaso de un arrebato?, ¿de una apropiación?, ¿de un préstamo? El énfasis de esta aproximación está en la interpretación de las imágenes, en el consumo.

Finalmente, Ardévol nos presenta las diferentes aristas del debate alrededor del cine etnográfico: producción, recepción y contexto, señalando además que lo que importa no es encontrar el modelo de representación “verdadero”, sino en saber cómo desmenuzar el producto final para obtener los datos etnográficos.

Acerca del Cap. V de Inca Cosmology and the Human Body. Constance Classen

El texto de Constance Classen explora la relación existente entre los rituales incas más importantes, sus instituciones y el cuerpo. El objetivo es determinar aquellas estructuras que definían la significación del mundo y cómo se veían influenciadas por una apropiación sensorial particular.

La primera parte del capítulo V se centra en la conquista como la actividad primordial para definir las relaciones de poder entre los miembros de esta sociedad. Debido a ello, los ritos principales se asociaban a todas las actividades que implicaban algún tipo de conquista: la guerra, la agricultura y los rituales de transición. La primera era una actividad común practicada por la mayoría de los hombres adultos y era apreciada como una forma de adquirir respeto y riquezas. Los rituales asociados con ella buscaban resaltar la imagen del vencedor, a quien se le adjudicaba una imagen masculina sobre la del derrotado, a quien se le relacionaba con lo femenino, resulta interesante entonces que uno de los rituales se trataba de que los vencedores pisaran a sus enemigos. En los rituales relacionados a la agricultura existían similares paralelos. La actividad era practicada casi exclusivamente por hombres y la tierra, aquella que se buscaba dominar, conquistar, fertilizar, era vista como femenina. Pisar la tierra era similar a pisar a los vencidos. En ese sentido, Classen destaca el término purum, que puede significar un enemigo sin conquistar, tierras sin cultivar o una mujer virgen (a pesar de ello, la castidad era vista como un estado ideal en los contextos sagrados).

Esta conquista de los otros estaba íntimamente ligada a una política de intercambio e incorporación con el otro, no solo para mantenerlo congraciado, sino, principalmente, para establecer las estructuras sociales de poder. Por ejemplo, el acto de reciprocidad más difundido era el de compartir un vaso de chicha, así se lograba la integración de cuerpos separados pero también se definía quién era quién. Si se ofrecía la bebida con la mano izquierda era porque el otro era considerado inferior. Otro ejemplo es el de las huacas “extranjeras”, que eran atadas al piso para demostrar subyugación y eran azotadas si los hombres de la provincia de la cual eran originarias se rebelaban.

Los ritos de transición, aquellos relacionados al paso de una etapa de la vida a otra, también podrían verse como actos de conquista, aunque la autora no lo señala explícitamente. Todos ellos estaban diseñados para establecer la relación del hombre con la mujer, o el camino de ambos para llegar a su unión (inclusive en el caso de las acllas, sacerdotes y personajes espirituales). A pesar que Classen menciona que el matrimonio ejemplificaba el ideal de karihuarmi, (la unión de fuerzas complementarias) es muy difícil dar por sentado eso cuando la actividad reproductiva estaba dictada por los hombres. Inclusive, solo a través del matrimonio el inca consolidaba su paso a emperador, era el colofón de su conquista. Por otro lado, el rito del capacocha, o sacrifico humano también podría considerarse como un rito de conquista, en el que los hombres se subyugan a un dios. Durante los ritos de transición el cuerpo jugaba un papel importante. En el rutuchico los familiares le cortaban el cabello al niño, se le otorgaban regalos y se le daba un nombre temporal. En el huarochico, cerca de los 14 años, se les cortaba nuevamente el cabello, se les perforaba las orejas y se les daba un nombre definitivo. El ritual de las mujeres se llamaba quicuchico y se iniciaba con la primera menstruación. En todos los casos, la modificación de los patrones físicos representa la modificación de la persona. En algunas variantes de sacrificio las personas ofrecían alguna parte de su cuerpo y en el rito del pirac la sangre de algunos animales se usaba para pintar una línea de oreja a oreja, de manera que las personas pudieran manifestar sangre, el símbolo preeminente de transición (y podríamos añadir, de conquista).

El texto señala también a aquellos guardianes de la sabiduría, los sacerdotes y las huacas, quienes cumplían también un rol importante en el mantenimiento de una estructura de poder diferenciada, basada en la reciprocidad y con un fuerte asidero en lo sensorial. Las actividades de los sacerdotes, muchas de ellas con base en las privaciones físicas, eran un medio para canalizar lo sagrado y mantener al inca como el centro del cosmos. En ese contexto las huacas cumplían un rol de mediadoras entre el espacio físico y el espiritual. Quizá podríamos llamarlas portales de mediación.

Esta super estructura de huacas organizaba también a las panacas reales, y en ese sentido regulaba las relaciones sociales de las familias reales. Su ordenamiento estaba ligado a unas líneas invisibles (ceques) que, en algunos casos, estaban unidas por canales subterráneos que llevaban chicha: el intercambio de fluidos en su expresión máxima. Se interrelacionaban así el cuerpo sagrado, el cuerpo político-social y el cuerpo de la tierra.

Sin embargo, la enumeración de estos rituales quedaría en el plano descriptivo si la autora no atravesara dichas actividades con los aspectos del ver, oír, saborear, oler y tocar. En la segunda mitad de la lectura se nos presenta una jerarquización de los sentidos dentro del mundo inca, para concluir que sus rituales necesitaban ser experimentados a través de varios sentidos a la vez, en una situación de sinestesia.

El ver y el oír, sin embargo, eran primordiales, ello se puede deducir luego de comprender que los ceques eran también un sistema de avistamiento muy elaborado a través del cual se estructuraban diversos rituales de observación astronómica, una actividad relacionada con la agricultura y por lo tanto con el ejercicio del poder y la conquista. El avistamiento a través de los ceques también cumplía con una función religiosa, aun a pesar que mirar lo sagrado era considerado una actividad peligrosa. Pero ello también significaba poder y control y conquista puesto que las huacas eran dominadas a través de la vista. Classen señala también que oír era una parte fundamental de la experiencia del ritual, mucho más si tomamos en cuenta que la fluidez estaba sumamente asociada al sonido y que la forma de intercambio más popular, la chicha, nos remitía a un intercambio de fluidos. Así también, perforar los oídos en el rito para entrar en la adultez significaba una glorificación de ese sentido, una interpretación que se puede adjudicar también en el piruc en donde las orejas son unidas a través de la sangre, un fluido, ¿quizá el símbolo de la transición que debe ser escuchado? En todo caso, el ritual inca era rico en aspectos visuales y sonoros, ambos delimitando el uso y la práctica del poder, como cuando el inca, y solo él, escuchaba a las huacas.

En un segundo lugar se ubicaban los sentidos del gusto, el olfato y el tacto, principalmente relacionados al uso de la comida en el caso de los dos primeros y al control riguroso en el caso del segundo. En otras palabras, la comida representaba un elemento constitutivo en la mayoría de rituales, por lo tanto las sensaciones y los estímulos que de ella devenían. Por otro lado, el tacto era considerado como una posibilidad, el peligro de que con éste se pudieran derribar más fácilmente las barreras sociales y las estructuras de jerarquía que tanto esfuerzo costaba conservar, pues el tacto es un sentido de acercamiento.

Es interesante ver como la interpretación que hace la autora se puede enlazar con los acercamientos teóricos de Yi-Fu Tuan y Edward Hall sobre la interpretación del mundo a través de los sentidos y de cómo ésta puede variar entre grupos humanos diversos pero manteniendo una estructura general común. De otro modo, ¿cómo podrían estructurarse estas diversas explicaciones si no existe una historia escrita contada que además esté sujeta a las metodologías de la epistemología occidental? En todo caso, habría que leer este texto también como una construcción de los ritos y las costumbres, de la organización del poder, una explicación culturalista de los hechos.

Visual Anthropology in a Discipline of Words. La defensa de Margaret Mead para la Antropología Visual

Mead parte del supuesto de que las culturas están en camino a la desaparición. De la misma manera que las especies biológicas se extinguen, cada año una lengua se pierde en el tiempo pues las personas que la conocían mueren sin tener la oportunidad de pasar su conocimiento a alguien más. Quizá esta preocupación haya tenido que ver con los rastros evolucionistas que cargaba la autora, en todo caso, también se desprende del texto que asume que las costumbres tienden a homogeneizarse. En este marco, afirma que la antropología tiene la dantesca misión de registrar a los individuos y sus modos de vivir y relacionarse, para lo que debería poder usar las herramientas que la tecnología ha puesto a su disposición. En ese sentido, el antropólogo debe derribar los obstáculos de la tradición y competitividad propias del gremio con el fin de poder incluir estos instrumentos en sus proyectos.

El texto tiene como objetivo explicar el por qué la academia antropológica ha desestimado el uso de cualquier otro medio de representación que no haya sido el de la descripción escrita, también busca desestimar estos argumentos y finalmente orientar los esfuerzos hacia una etnografía visual.

La explicación que la autora nos ofrece para entender el por qué hay tanta reticencia en el uso de la fotografía, el film y la grabación sonora se puede dividir en tres partes. La primera tiene su base en la propia naturaleza del cambio cultural y en el período en el que se forjaron los fundamentos de la ciencia antropológica. En un inicio, los investigadores solo podían depender de la palabra de sus informantes, de qué les contaban más que de cómo se lo contaban y mucho menos de cómo se veía/sonaba/olía (empíricamente) lo que les contaban. Una gran cantidad de las costumbres de las sociedades que eran objeto de estudio solo llegaban a través de la memoria de sus testigos, de ahí que la etnografía dependiera ciegamente de la palabra.

Por otro lado, Mead también llega a la conclusión que existe un prejuicio acerca del grado de exigencia y calidad estética que debe tener el material fotográfico o fílmico, lo cual ha llevado a creer que se requieran habilidades especializadas que el antropólogo común y corriente no tiene. Esto se debe principalmente a la concepción de que la fotografía ha reemplazado a la pintura en el ámbito de la representación pictórica y también a la excesiva importancia que se le da a la originalidad en el arte.

El tercer argumento que identifica es el costo en tiempo y dinero, aduciendo que se requieren equipos diseñados exclusivamente para la antropología y largos períodos para procesar, editar y producir una película o un corpus fotográfico.

Sin embargo Mead ve estas objeciones como simples excusas que se lanzan mientras culturas enteras continúan desapareciendo. Por un lado, el etnógrafo no tiene que ser un artista de la imagen, ya que tampoco lo es de la palabra, y por otro lado, la inversión que se dedica a las tecnologías miméticas solo deriva en el desarrollo de la ciencia en la cual están siendo aplicadas. Lo demás es pura negligencia.

Así, propone el paradigma del etnógrafo/cineasta-fotógrafo (con ello no descarta que se pueda dirigir a un camarógrafo o que el material recogido por cineastas se pueda utilizar en una investigación), un profesional que haya sido iniciado en la antropología o en la cinematografía/fotografía pero que al final haya tenido la intención de registrar en el sentido etnográfico. Este etnógrafo cultural tendrá las ventajas científicas de su época, lo cual le permitirá cargar consigo el equipo y la parafernalia propia de un registro visual; así también, su trabajo no deberá ser juzgado desde el arte, aun a pesar que algunos puedan cumplir con estas expectativas. También deberá buscar la cooperación de aquellos a los que quiere registrar pues, de acuerdo a Mead, sin su ayuda o aprobación estaríamos frente a una pérdida irreparable que las futuras generaciones de sus descendientes puedan tener que pagar.

Esta última apreciación resulta etnocentrista en tanto que, como antropóloga culturalista, Mead está obsesionada con la salvaguarda de lo que ella considera tradicional. Sin embargo no toma en consideración la evaluación que puedan tener los sujetos que se niegan a ser grabados o fotografiados. En todo caso, como parte de ese espíritu postmodernista, la autora considera que existen pautas y consideraciones que pueden tomarse para retraer el celo que puedan sentir ante el registro. Por ejemplo, se puede llegar a un acuerdo a través del cual lo que se haya grabado no sea transmitido por ningún medio masivo, también se puede incluir a nuestros informantes como realizadores/productores, libres de tomar decisiones sobre cómo se muestra y qué se muestra.

El punto importante para Mead es que, debido al proceso de homogenización de la cultura (que ella considera inexorable), es necesario que éste se lleve a cabo con la mirada más amplia posible, de manera que se pueda incorporar un sistema que incluya criterios fundamentales de todas las sociedades.

Finalmente se discute la afirmación de que ningún tipo de registro es objetivo y se propone plantar la cámara en un sitio y dejarla grabar sin tocar nada más. No se cae en cuenta que a pesar de hacer solo eso, el hecho de escoger un lugar dónde instalar la cámara implica ya una consideración subjetiva. En el último párrafo Mead afirma que aquellos que han reclamado por medios objetivos y científicos de representación, son los que menos se han visto interesados por utilizar los instrumentos que otras ciencias han subordinado para expandir sus áreas de observación. Desterrar este temor y este prejuicio debe ser el objetivo principal del etnógrafo quien puede ampliar los instrumentos que utiliza para dar cuenta de una cultura determinada.

martes, 13 de abril de 2010

Corporeidad e imagen

El Che Guevara, rebelde, soñador, guerrillero, quizá el ícono cultural más importante del siglo pasado, digno miembro del selecto club de personajes representados por Andy Warhol. Las dos fotografías más conocidas de este hombre no pueden si no remitirnos a espacios diametralmente opuestos que se pueden leer desde perspectivas diversas.

La imagen que Alberto Korda sacara del Che en 1960 no obtuvo la primera página del diario para el que trabajaba, en cambio, sí lo hicieron los retratos de Jean-Paul Sartre y de Simone de Beauvoir, asistentes al discurso que Fidel Castro daba en homenaje a las víctimas de La Coubre. La fotografía, una de las más reproducidas de la historia, solo ve la luz siete años después en un afiche difundido en Italia con motivo de la muerte del guerrillero. Su publicación, cuidadosamente planificada, nos dice mucho de la intuición que tuvo Giangiacomo Faltrinelli, el autor del cartel, acerca de la corporeidad del Che, de lo que significaba su muerte y de cómo se podía contrarrestar su inexistencia –y por consiguiente, el temor de ver muertos también los ideales que el Che abanderaba y que representaba en su persona-. Para explicarlo podemos remitirnos a Adrián Melo y Marcelo Raffin, quienes en su texto Obesisiones y Fantasmas de la Argentina, nos llevan por el recorrido que la literatura ha creado en torno a Evita Perón y principalmente a su cuerpo. Al igual que el Che, Evita era mejor que un mito, era una diosa en vida para los más pobres, “fue la metáfora de la liberación de todo un pueblo” (MELO, Adrian. p.72). Su muerte y las posteriores demostraciones que se hicieron para con sus restos demostraron el poder que ésta tenía. Por ello, sus simpatizantes buscaron preservarla a toda costa, la momificaron, la echaron en una urna sellada y la cuidaron. Tampoco es de extrañar que los golpistas tuvieran un afán por desaparecerla, ya que su cuerpo se convirtió en el espacio alrededor del cual se podía congregar a los descamisados.

Ocultar y vejar el cuerpo de Evita significaba acabar con cualquier posibilidad de rebelión, porque significaba ocultar y vejar a todos los pobres que la oligarquía argentina había tenido que aguantar durante esos años: “Vaya a saber cómo el cuerpo muerto e inútil de Eva Duarte se ha ido confundiendo con el país” (MARTÍNEZ, Tomás. p. 34). Así también, la muerte del Che dejó a una nación al borde de la muerte -la de los buenos revolucionarios- además de dejarlos sin un cuerpo que pueda ser reverenciado y cuidado. Por ello, la fotografía de Korda se complementa con el deseo de todos los guerrilleros del mundo de reafirmar sus votos para con sus ideales, un proceso que se realizó a través del símbolo que construyeron sobre la identidad y la individualidad del Che. La imagen nos lo muestra decidido y convencido del slogan de los barbudos: “Patria o muerte”, individuo y conjunto, su imagen representa a todos los revolucionarios.

Y es que podemos hablar de una doble representación (si no son muchas más) del rostro del Che, por un lado, y de acuerdo a lo que nos dice Le Breton, la promoción de su imagen nos remite a la individualidad reinante en el mundo contemporáneo, la de establecer límites entre uno y otro para replegarse sobre el ego, sobre la atomización del hombre, pero también nos habla de un conjunto que se articula alrededor de este rostro, no lo podemos pensar como un elemento que lo aísla de otros hombres sino como uno que articula en torno a él, lo conecta al resto. Quizá el efecto inevitable que produce un marxista convencido como lo fue el Che en vida.

Esta imagen se contrapone con la otra fotografía más conocida, la tomada por Freddy Alborte en Bolivia en 1967.


La sesión fue orquestada por las fuerzas armadas bolivianas (asesoradas por la CIA) con la esperanza que las imágenes de su cuerpo sin vida, sucio, humillado y derrotado pudieran también acabar con los movimientos políticos que inspiraba. En ese sentido se trata de utilizar la corporeidad del Che muerto para marcar las diferencias de espacios entre los victoriosos y los derrotados, más aun si tomamos en cuenta los oficiales bien uniformados e impecables que aparecen en actitud de superioridad. María Emma Mannarelli, en Limpias y Modernas, nos muestra también cómo estos rasgos, porte, vestimenta e higiene, construyen las diferencias entre las clases sociales limeñas, dividiendo no solo el espacio social, sino también el físico (paulatinamente la población sale del casco colonial para formar los barrios obreros, de clases medias o residenciales). Colocar al Che muerto, sin camisa, sin zapatos al lado de los oficiales perfectamente vestidos nos habla también de una división que puede asomarse como intuitiva. Vale decir, sin embargo, que el resultado fue contraproducente pues como indica el famoso fotógrafo Oliviero Toscani, esa fotografía muestra al “nuevo Cristo en la cruz” (ROBIN, Marie-Monique. p. 181)

¿Confluyen estas dos perspectivas? Es posible establecer un punto de encuentro entre ambas representaciones, ese es el marco teórico en el que nos movemos, la concepción del cuerpo como un espacio político, uno en donde se manifiestan las diversas relaciones personales e institucionales de las sociedades. “The body is used in political theory to represent (…) both the ideal polity and to critique its actual manifestation” (RASSMUSEN, Claire y Michael BROWN. p. 470). Entonces, la construcción y difusión de ambas fotografías convergen en ese sentido, en que ambas, de manera intuitiva, dentro del contexto político mundial, construyen diversas explicaciones sobre el cuerpo político de los revolucionarios socialistas del mundo, de los guerrilleros románticos, de las causas perdidas herederas de la Guerra Civil Española. Las representaciones del rostro y el cuerpo del Che son ambas imágenes que se acoplan perfectamente a la idea de que “the metaphor of the body politic is a descriptive and normative account of citizenship”. En una, un rostro aun luchador, en la otra, el lider violado. Ambas son también lecturas que podemos hacer como una mezcla de lo que Rassmusen y Brown consideran como el cuerpo político biológico y el cuerpo político mecánico.

La fotografía de Alborte se organiza y se peude leer en torno a una concepción del cuerpo político orgánico. Si se destruye la cabeza se puede acabar con todo lo demás, pues su relación es jerárquica en contraste con los demás, con la organización política del movimiento, con la parte espiritual, con los ámbitos logísticos y militarizados. Acabar con el Che, es destruir la cabeza y destruir la revolución en donde sea que se encuentre. Sin embargo, el resultado de dicho experimento nos rememora mas bien a una concepción del cuerpo político mecánico en donde el rostro del Che es alrededor de lo que se une un conjunto de individualidades: “the individual bodies of the subjects come together to form a greater bobdy, rather than existing as discrete and fully dependant parts of a whole. (…) political community is a human artifice, formed and maintained through deliberate action.” Por ello, una vez que se sabe de su muerte, los movimientos socialistas del mumdo, subterráneos o no, marginales o legales, estatales o guerrileros, lanzan la consigna “el Che vive”, pues además se reemplaza la foto de un Che muerto por la fotografía que tomó Korda siete años antes.

De esa manera, aun con rostro, aun con los ideales intactos, el rostro del Che convoca a su alrededor a los demás, así como el Leviatán político de Hobbes. Es él, pero no se necesita que viva, se necesita que esté presente en una imagen, que su rostro siga, su individualidad, aquella que, contradictoriamente, se parece más a la de un rostro moderno e individualista.

Bibliografía:

LE BRETON, David. “Lo inaprehensible del cuerpo”. En: Antropología del cuerpo y modernidad. Buenos Aires: ediciones Nueva Visión, 2002.

MANNARELLI, María Emma. La Ciudad de los higienistas. Lima: Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán, 1999.

MELO, Adrián y Marcelo RAFFIN. Obsesiones y fantasmas de la Argentina. Buenos Aires: Ediciones del Puerto, 2005.

RASSMUSEN, Claire y Michael BROWN. The Body politic as Spatial Metaphor. Citezenship Studies. Vol 9, No. 5, 469-484, 2005.

ROBIN, Marie-Monique. 100 fotos, 100 historias. Koln: Taschen, 1999.