jueves, 29 de julio de 2010

POOLE, Deborah. Visión, Raza y Modernidad. Cap. V

Deborah Poole sostiene que las dos categorías de las cartes de visite andinas, la fotografía de tipos y el arte burgués del retrato, no son simples representaciones sino que son mercancía que aumentaban de valor a través de determinadas formas de intercambio. Organizadas por medio de álbumes e intercambiadas por coleccionistas e instituciones, significaron una forma de representación (y en algunos casos autorepresentación) del imaginario visual alrededor de los países latinoamericanos.

Desde su aparición en 1854, las tarjetas de visita, inventadas por André Disdéri, marcaron la transición de la fotografía artesanal a la industrial, de una fotografía para unos pocos a una para las masas, de una obra grande, costosa y trabajosa a una pequeña, barata y fácil de reproducir. Éstas características las hicieron inmediatamente populares, pues permitieron desde un inicio que se intercambiaran libremente y adquirieran un sentido cada vez más importante en el ámbito de la autorepresentación. Poco a poco se convirtió en una obligación regalar tarjetas de visita y coleccionarlas en álbumes para registrar el círculo social de intercambio.

Este sentido ritual se traslado también al proceso productivo en donde los fotógrafos colaboraron configurando un espacio aislado para la toma fotográfica y desarrollando un discurso alrededor del retrato burgués que se articulaba en el espíritu fisiognómico de la época. De esta manera los estudios reputados sostenían que podían sustraer la esencia moral de una persona a través de los gestos, las poses, el escenario y la parafernalia que involucraban en la producción del retrato, de manera que denotara no solo el parecido físico, sino también un parecido espiritual. Esta pretensión resulta sumamente contradictoria frente a los millones de fotografías casi idénticas, de diferentes partes del mundo, que muestran a las burguesías europea y colonial configuradas casi de la misma manera. Y es que las cartes de visite contribuyeron a la formación de una identidad y también al ordenamiento de los patrones estéticos y culturales de esta “clase global” (p.140).

Pero no solo se encargó de la gente, también se usaron para un registro numeroso y amplio de los espacios, paisajes, monumentos, objetos y artefactos de todo tipo, siendo coleccionadas y comercializadas también en álbumes temáticos. El antecedente más importante en este ámbito fue el de la fotografía estereoscópica, cuya principal característica fue la tridimensionalidad, una ilusión que reforzó la concepción de dichas imágenes como mercancías, objetos visuales para la propiedad, individuales, separados del objeto que fue fotografiado. Su disfrute consistía en mirar una imagen con sus propias “coordenadas espaciales y temporales” (p. 145). Frente a ello las cartes de visite no fueron tan exitosas en objetivar la imagen, debido principalmente a su tamaño pequeño, que no permitía una inmersión similar.

Pero lo que fuera su desventaja resulto jugar a su favor en la fotografía de tipos y rarezas humanos. El carácter plano de la tarjeta de visita, así como el uso de los estudios fotográficos con todas sus posibilidades, permitieron otorgarle al cuerpo una monotonía y caricaturización que no se obtenía en la fotografía estereoscópica, ofreciéndose “tanto para la observación como para la posesión” (p. 146) y motivando la expansión de una esfera de fotógrafos viajeros y consumidores de este tipo de imágenes.

En el Perú, los fotógrafos nacionales y extranjeros que se dedicaron a abastecer el mercado de los tipos humanos, se orientaron principalmente al personaje del indio serrano a andino. Si bien Poole menciona una relación de poder que separa al fotógrafo del personaje, no presenta evidencia determinante al respecto, sino interpretaciones alrededor de la imagen que pueden haberse creado en confabulación entre fotógrafo y modelo. En todo caso, estas imágenes se coleccionaban en álbumes que eran organizados siguiendo una lógica puramente estética y anónima, las fotografías no llevaban los nombres de los personajes sino que se hacía hincapié en los oficios, y si bien se organizaban en cierta medida con relación a la pertenencia nacional o geográfica de los retratados, era común ver juntos a indígenas y personalidades de distintos países, dispuestos de acuerdo a criterios de forma.

Los ejemplos de los álbumes de Thibon y de Wienner permiten a la autora afirmar que existía una lógica de intercambiabilidad e igualdad entre las representaciones hechas de los diferentes tipos de indígenas sudamericanos, todos ellos sin identidad y anónimos. Por un lado “cholas” a las que no vale la pena otorgarle una identidad, sino como objetos de fascinación susceptibles de ser dominadas y poseídas, por otro lado los indígenas subdivididos como ocupaciones y oficios. En ambos casos el valor de las imágenes se remitía a su capacidad de “acumulación, clasificación e intercambio” (p. 163).

La carte de visite también se relacionó con las teorías raciales de la época y su viraje cuantitativo, que insistía en herramientas que permitieran medir y organizar las diferentes curvaturas craneales, de manera que pudiera determinarse las diferencias raciales. Así, las imágenes se pusieron al servicio de los investigadores que involucraban el ámbito racial en sus trabajos, como el caso de los retratos hablados usados por el antropólogo Arthur Chervin en su afán clasificatorio de los tipos bolivianos.

Finalmente, Poole señala que existe una relación entre el uso y difusión de las tarjetas de visita y el nacimiento de lo que Sekula llama el “terreno del otro” (p. 173), ese espacio a través del cual se construyeron los imaginarios de referencia racial relacionados a la expansión del capitalismo fuera de Europa y a una forma de economía visual.

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