sábado, 2 de abril de 2011

Migración definitiva

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jueves, 2 de diciembre de 2010

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Fotografía, historietas, películas, documentales, exposiciones, cultura visual, etc. http://formspring.me/AngelColunge

jueves, 29 de julio de 2010

TURNER, Terence. EL Desafío de las Imágenes, la apropiación Kayapó del video

El artículo de Terence Turner es una defensa al uso indígena del video y forma parte de una discusión más amplia con el antropólogo James Faris relacionada a la crisis postmoderna de la representación. El texto está centrado en la experiencia del autor con la tribu “brasileña” Kayapó y su apropiación de la tecnología videográfica, un fenómeno que tiene sus orígenes en los efectos de la globalización: el desarrollo tecnológico de las telecomunicaciones y el abaratamiento de estas tecnologías.

Para introducirnos al tema, el autor hace una diferencia entre el uso de medios visuales por tribus indígenas y el cine/video etnográfico producido por investigadores. El primero es una producción desde y sobre los otros, mientras que en el segundo la palabra final la tiene el realizador occidental. Dentro de las producciones nativas, el caso de los Kayapó simboliza un paradigma difícil de comparar pues, a diferencia de experiencias de televisión indígena subvencionadas por organismos estatales (casos de Canadá y Australia), los Kayapó no tienen que lidiar con la dependencia gubernamental ni con las dificultades tecnológicas propias de una transmisión abierta.

El enfoque teórico que usa Turner proviene de la obra de Faye Ginsburg, quien sostiene que la apropiación tecnológica por comunidades nativas está centrada en la construcción de una “identidad étnica, cultural y subcultural a través de la construcción de representaciones híbridas” (p. 399), un imaginario en constante elaboración, a partir de la mezcla entre la cultura y tecnología de masas con los sistemas de representación de la cultura nativa, que deben entenderse como medios culturales de comunicación que tienen como objetivo mediar la cultura entre grupos sociales, es decir, hacerla inteligible entre unos y otros. A lo largo del texto vemos también cómo esta mediación adquiere diferentes formas en los medios de comunicación indígenas.

La elaboración de videos trae consigo conflictos sociales y políticos pues la elección de los camarógrafos y editores adquiere relevancia en tanto el proceso adquiere también importancia. Lo que está en juego es el acceso a un medio objetivador que traduce los significados políticos, culturales y estéticos de una cultura, una posición llena de prestigio en la sociedad Kayapó, en donde el acto de filmar constituye uno de los procesos mediadores más importantes en su relación con la cultura dominante. Por eso el registro es un proceso que vale por sí mismo y buscan incorporarlo en las representaciones que hacen de ellos, tanto los medios occidentales como nativos. La grabación ha pasado a ser una más de las ceremonias que los Kayapó han incorporado al conjunto de representaciones culturales que valen la pena grabar.

En el ámbito de la edición se especifica que los promotores de la experiencia no hicieron ningún intento por adiestrar a los editores Kayapó en las prácticas estéticas occidentales “concernientes al encuadre, montaje, corte rápido, flashback y otras formas narrativas o anti narrativas de secuenciación” (p. 404). Con ello se otorgó completa libertad para que los editores incorporen su propio sistema de representación, dando como resultado un estilo en el que las tomas largas son predominantes pues los Kayapó aun no consideran significativa la diferencia entre un video no editado y uno que si lo está.

El editor incorpora sus categorías culturales ejerciendo una mediación cultural que quizá es más importante que la que muestra el video. Si bien Turner no lo especifica, este proceso podría iniciarse con el camarógrafo pues desde el registro se manifiestan las formas culturales Kayapó, caracterizadas por una estructura repetitiva, la misma que está presente en las ceremonias que son grabadas. Para su sociedad, la repetición y la réplica son los aspectos constituyentes de la belleza, la mímesis debe ser entendida como la “imitación de la esencia más que como intento de copia naturalista exacta” (p. 411). Esta característica atraviesa todas sus representaciones y forma parte del proceso de auto representación frente al mundo occidental.

Como documento social y político, el uso Kayapó del video ha estado orientado a la documentación de las confrontaciones con la sociedad brasileña, denominada “el hombre blanco”, pero también a los acontecimientos internos de resolución de disputas o reuniones de líderes. A través de los ejemplos expuestos se puede apreciar la función performativa de los videos, en donde la recreación de lo sucedido es una herramienta de documentación válida, pues el video es considerado una representación objetiva en la conciencia social. Este sería el efecto transformador del medio, una creciente objetivación de la realidad social, teniendo en consideración que las representaciones tradicionales buscan también la mímesis de los sucesos.

Las categorías culturales Kayapó, estructuradas en su producción videográfica, han sido parte también de la retórica política, tal como se advierte en el ejemplo del encuentro de Ropni, popular líder Kayapó y funcionarios de la FUNAI. La grabación está editada en orden secuencial, haciendo hincapié en no obviar las etapas del proceso, lo que va a determinar un sentido inteligible para los miembros de la comunidad, la victoria de Ropni.

Finalmente, Turner se dedica a justificar y defender la experiencia del video Kayapó, argumentando que, al igual que en la nueva etnografía, la preocupación principal es la de incorporar la expresión de las voces indígenas, con la diferencia que aquí no importa la voz del antropólogo, el interés es darle a los nativos la última palabra sobre sí mismos, “insertar sus voces directamente en los medios de comunicación del otro occidental” (p. 421).

En este punto se enfrasca en una discusión con James Faris que personalmente considero innecesaria frente a la solidez del conocimiento empírico resultante del proyecto Kayapó de producción de videos. Quizá el orgullo académico lleva a Turner a responder las críticas de Faris, que plantea que la apropiación de un medio occidental de representación y su consiguiente difusión en ámbitos occidentales acaba con la alteridad del pueblo indígena que lo realiza, concluyendo además que es mejor no hacer nada, sugiriendo que la hibridación de los sistemas de representación contamina la identidad nativa tradicional. Este es un argumento que el autor desbarata arguyendo que aún si esto sucediera los Kayapó se convertirían en ese momento en una especie de occidentales poseedores de una subjetividad validada y a la vez auténtica. Pero para Turner esto no ocurre, lo que en verdad sucede es que se realizan acomodos pues los Kayapó son conscientes que su auto representación está cambiando y su interés no es permanecer culturalmente estancados, sino ganar los espacios necesarios para sostener sus esfuerzos de resistencia frente a la cultura dominante.

CUMMINS, Thomas. Brindis con el Inca. Cap. VI y VII

Antes de llevar a cabo un análisis de la transición pictórica en las representaciones de los queros, Cummins plantea que, en el proceso de conquista y afianzamiento del poder español en los territorios del imperio incaico, se llevó a cabo un proceso de adaptación mutuo que permitió, por ejemplo, que los conquistadores reconocieran en el intercambio de queros un ritual importante dentro de la negociación y procesos diplomáticos. Con ello el autor manifiesta un sentido de continuidad, no inmutable, que enmarcó el paso de una iconografía abstracta a una pictórica. De esta manera, la costumbre se redefinió en base a negociaciones a través de las cuales se recibió la influencia de la representación europea, por un lado, y por otro, se mantuvieron los motivos andinos, quizá a manera de “resistencia a la dominación y aculturación españolas” (p. 181). En ese sentido, el texto es claro en proponer que no se puede pensar esta etapa de forma maniquea, ciertamente los españoles trataron de incorporar todos los aspectos culturales a la empresa colonia, pero ello no sucedió sin una respuesta de la influencia andina en las representaciones y la vida diaria.

Un ejemplo de este proceso, en el que vemos una participación activa desde el mundo andino, es la representación que ordenó hacer de él mismo el Inca Manco Capac II, luego de su intento fallido por tomar el Cusco. Se trataba de una pintura que representaba una figura humanoide estilizada, la misma que se ubicaba en la vía de acceso a Ollantaytambo. Si bien las pinturas rupestres no eran ajenas al mundo andino, nunca antes se había usado una representación que buscara ser una metáfora idéntica al sujeto real, sino más bien figuras no humanas. Lo que Manco hace es modificar eso para dirigirse también a un enemigo con otros modos de representación. Así también, los únicos queros pintados, que fueron excavados, fueron hallados en Ollantaytambo y parecen provenir de este período. En ellos se apercia la talla del perfil de unos jaguares que están pintados, marcando, tal vez, una etapa en el proceso de transición en los modos de expresión incaicos. Sin embargo, vale hacer la distinción entre la representación de Manco Capac II, dirigida a andinos y españoles, y las representaciones de los queros de Ollantaytambo, que no formaban parte de ningún diálogo entre culturas, sino de un ritual funerario.

Otro aspecto importante de mencionar es la experticia con la que fueron pintados los queros de Ollantaytambo, lo que sugiere la idea de antecedentes en pintura inca. Sobre este punto, Cummins menciona los tableros históricos y algunos telares, de los que lamentablemente no queda ninguno y sobre los que los cronistas no profundizaron. En todo caso se concluye que éstos podrían haber incluido información histórica pero que no eran de fácil lectura, sino que había que tener una formación especial. De ello se desprende que las representaciones no eran figurativas sino abstractas, y que la intención de las imágenes solo se percibía por el acto ritual de usarlas. En todo caso, el paso a la representación pictórica de los queros no fue rápido sino un desplazamiento lleno de negociaciones, tensiones y resistencias que sucedieron en la colonia. Ello se evidencia en que recién a partir del S. XVII se difunde la producción de queros decorados con representaciones nuevas evidentemente europeas; pues si bien eran los indios quienes los producían y buscaban involucrar la iconografía andina, no hay que dejar de lado que los intereses españoles atravesaron el “contexto dialéctico de la sociedad colonial” (p. 204).

Sin embargo, durante los primeros años de la conquista, el sistema de representación incaico no sufrió variaciones estructurales significativas, pues no había suficientes europeos que llevaran a cabo el rediseño y porque las luchas internas entre europeos requerían de la alianza con los grupos indígenas a quienes no convenía imponer cambios culturales y religiosos. Además, el sistema de encomiendas, institución fundada por los españoles con el fin de organizar el territorio, los recursos, el trabajo y los tributos, no funcionaba en la medida en que el encomendero no vivía entre sus indios y el único español presente era el cura o doctrinero. La organización aún estaba en manos del curaca y los encomenderos no interferían con las prácticas sociales y artísticas. La iglesia tampoco tuvo un impacto inicial muy fuerte en su camino a la evangelización pues su estrategia se basó inicialmente en “la conversión a través de la prédica y la persuasión” (p. 210). Salvo algunos artesanos incas, a quienes se les enseñó a pintar, leer y escribir dentro del contexto colonial, no existió una política efectiva de inclusión cultural.

Pero este período pronto cambiaría, pues la disconformidad indígena con la administración española pronto se manifestó en el Taqui Onkoy, un movimiento a través del cual se rechazaba todo lo occidental y se abogaba por un retorno a la pureza andina, entendida como todo lo no español. Cuando el sistema colonial comprendió la naturaleza y repercusiones posibles emprendió la tarea de controlar verdaderamente al Perú nativo. Esta respuesta se dio principalmente en dos ámbitos, el político representado por el Virrey Toledo y sus reformas, y el religioso, representado por la Iglesia Católica y las directivas de los Concilios de Lima. En suma, ambos buscaban eliminar la idolatría y la apostasía a través de la sistemática eliminación de las huacas y de todos los ritos que pudieran estar relacionados a la veneración de algún Dios nativo. En ese contexto, los españoles culparon a la bebida de los actos de idolatría y prestaron mucha más atención a los queros y las aquillas, que fueron destruidos cuando presentaban imágenes paganas. Sin embargo no desaparecieron y la imaginería tradicional tampoco lo hizo, los productores dieron un giro en la manera de representar y de lo que se podía representar, pues no se podía ofender los gustos de los españoles.

Por ello la década de 1570 es tan importante, porque es un período de transición. Relocalizados en reducciones, los artistas nativos tuvieron que confrontar la desaparición de algunos aspectos de su forma cultural de representación, tenían que jugar dentro de los esquemas de los españoles, de acuerdo a las reglas españolas, es decir, en función de los parámetros de representación europeos. Cummins sugiere que este aprendizaje formó parte de un acomodo que puede leerse de dos maneras, como parte de un proceso de resistencia y/o como parte de una práctica de incorporación de la vida nativa a la empresa colonial. En todo caso, lo que si llegó a darse fue el paso de la representación sinecdótica a la representación mimética, pero sin perder los códigos de significación andinos, identificados por las variables espaciales, las cuales perduraron inscritas dentro del nuevo sistema pictórico. Así también, las imágenes, a pesar de depender de un sistema de referencia europea, también fueron reestructuradas y reimaginadas, para transmitir significados andinos. Bajo ese criterio, el autor plantea que el cristianismo, la principal fuerza de representación en la colonia, no imponía su discurso de manera exclusiva, es decir, si bien la disputa no estaba en diferentes sistemas de representación, sí se daba.

La creación de la imaginería colonial nativa, una de orden pictórico, tiene su máximo exponente en las ilustraciones del andino nativo Guamán Poma, quien era consciente del poder de las imágenes, había ayudado en la extirpación de idolatrías y estaba disconforme con la manera en que eran tratados los “indígenas” (condición colonial del nativo peruano). Él entendía las imágenes como evidencia, una concepción introducida por los españoles, y por tanto las incorporó a su Nueva Crónica. Su trabajo se enuncia desde un nuevo origen epistemológico de la imaginería andina, pues las imágenes incorporan contenido autóctono que opera en un segundo nivel (siendo el primero el occidental). El código pictórico europeo es reorganizado de acuerdo a criterios y categorías andinas tradicionales, en donde el significado espacial de una figura determina el sentido.

Finalmente, Cummins indica que las similitudes entre los dibujos de Guamán Poma y los de los queros coloniales, son de ese tipo, de organización espacial de la composición. En ambos notamos cómo las categorías conceptuales andinas se han acomodado al sistema pictórico europeo, no sin sacrificar la concepción nativa de la imagen, en la que no existían límites entre lo mundano y lo espiritual.

POOLE, Deborah. Visión, Raza y Modernidad. Cap. V

Deborah Poole sostiene que las dos categorías de las cartes de visite andinas, la fotografía de tipos y el arte burgués del retrato, no son simples representaciones sino que son mercancía que aumentaban de valor a través de determinadas formas de intercambio. Organizadas por medio de álbumes e intercambiadas por coleccionistas e instituciones, significaron una forma de representación (y en algunos casos autorepresentación) del imaginario visual alrededor de los países latinoamericanos.

Desde su aparición en 1854, las tarjetas de visita, inventadas por André Disdéri, marcaron la transición de la fotografía artesanal a la industrial, de una fotografía para unos pocos a una para las masas, de una obra grande, costosa y trabajosa a una pequeña, barata y fácil de reproducir. Éstas características las hicieron inmediatamente populares, pues permitieron desde un inicio que se intercambiaran libremente y adquirieran un sentido cada vez más importante en el ámbito de la autorepresentación. Poco a poco se convirtió en una obligación regalar tarjetas de visita y coleccionarlas en álbumes para registrar el círculo social de intercambio.

Este sentido ritual se traslado también al proceso productivo en donde los fotógrafos colaboraron configurando un espacio aislado para la toma fotográfica y desarrollando un discurso alrededor del retrato burgués que se articulaba en el espíritu fisiognómico de la época. De esta manera los estudios reputados sostenían que podían sustraer la esencia moral de una persona a través de los gestos, las poses, el escenario y la parafernalia que involucraban en la producción del retrato, de manera que denotara no solo el parecido físico, sino también un parecido espiritual. Esta pretensión resulta sumamente contradictoria frente a los millones de fotografías casi idénticas, de diferentes partes del mundo, que muestran a las burguesías europea y colonial configuradas casi de la misma manera. Y es que las cartes de visite contribuyeron a la formación de una identidad y también al ordenamiento de los patrones estéticos y culturales de esta “clase global” (p.140).

Pero no solo se encargó de la gente, también se usaron para un registro numeroso y amplio de los espacios, paisajes, monumentos, objetos y artefactos de todo tipo, siendo coleccionadas y comercializadas también en álbumes temáticos. El antecedente más importante en este ámbito fue el de la fotografía estereoscópica, cuya principal característica fue la tridimensionalidad, una ilusión que reforzó la concepción de dichas imágenes como mercancías, objetos visuales para la propiedad, individuales, separados del objeto que fue fotografiado. Su disfrute consistía en mirar una imagen con sus propias “coordenadas espaciales y temporales” (p. 145). Frente a ello las cartes de visite no fueron tan exitosas en objetivar la imagen, debido principalmente a su tamaño pequeño, que no permitía una inmersión similar.

Pero lo que fuera su desventaja resulto jugar a su favor en la fotografía de tipos y rarezas humanos. El carácter plano de la tarjeta de visita, así como el uso de los estudios fotográficos con todas sus posibilidades, permitieron otorgarle al cuerpo una monotonía y caricaturización que no se obtenía en la fotografía estereoscópica, ofreciéndose “tanto para la observación como para la posesión” (p. 146) y motivando la expansión de una esfera de fotógrafos viajeros y consumidores de este tipo de imágenes.

En el Perú, los fotógrafos nacionales y extranjeros que se dedicaron a abastecer el mercado de los tipos humanos, se orientaron principalmente al personaje del indio serrano a andino. Si bien Poole menciona una relación de poder que separa al fotógrafo del personaje, no presenta evidencia determinante al respecto, sino interpretaciones alrededor de la imagen que pueden haberse creado en confabulación entre fotógrafo y modelo. En todo caso, estas imágenes se coleccionaban en álbumes que eran organizados siguiendo una lógica puramente estética y anónima, las fotografías no llevaban los nombres de los personajes sino que se hacía hincapié en los oficios, y si bien se organizaban en cierta medida con relación a la pertenencia nacional o geográfica de los retratados, era común ver juntos a indígenas y personalidades de distintos países, dispuestos de acuerdo a criterios de forma.

Los ejemplos de los álbumes de Thibon y de Wienner permiten a la autora afirmar que existía una lógica de intercambiabilidad e igualdad entre las representaciones hechas de los diferentes tipos de indígenas sudamericanos, todos ellos sin identidad y anónimos. Por un lado “cholas” a las que no vale la pena otorgarle una identidad, sino como objetos de fascinación susceptibles de ser dominadas y poseídas, por otro lado los indígenas subdivididos como ocupaciones y oficios. En ambos casos el valor de las imágenes se remitía a su capacidad de “acumulación, clasificación e intercambio” (p. 163).

La carte de visite también se relacionó con las teorías raciales de la época y su viraje cuantitativo, que insistía en herramientas que permitieran medir y organizar las diferentes curvaturas craneales, de manera que pudiera determinarse las diferencias raciales. Así, las imágenes se pusieron al servicio de los investigadores que involucraban el ámbito racial en sus trabajos, como el caso de los retratos hablados usados por el antropólogo Arthur Chervin en su afán clasificatorio de los tipos bolivianos.

Finalmente, Poole señala que existe una relación entre el uso y difusión de las tarjetas de visita y el nacimiento de lo que Sekula llama el “terreno del otro” (p. 173), ese espacio a través del cual se construyeron los imaginarios de referencia racial relacionados a la expansión del capitalismo fuera de Europa y a una forma de economía visual.

Globalización, Organizaciones Indígenas de América Latina, y el Festival of American Folklife de la Smithsonian Institution – Daniel Mato

El artículo de Daniel Mato está estructurado a partir de un estudio de caso que muestra la producción y reproducción de relaciones transnacionales en contextos de representación cultural étnica, donde se ven involucrados actores globales y locales. La experiencia a partir de la cual se construye el texto es la del Festival of American Folklife de 1994, y en particular la del programa Cultura y Desarrollo, un evento organizado por la Smithsonian Institution y la Inter American Foundation (IAF). Éste consistía en una feria de exposición –ubicada en The National Mall en Washington D.C.- con quince stands en los que se reunieron a diversas organizaciones relacionadas a los pueblos indígenas de siete países hispanohablantes, uno de Haití y uno de Brasil. El festival, que se organiza anualmente desde 1967, tiene un público compuesto en su mayoría por turistas internos y externos interesados en algo que Mato denomina “entretenimiento educativo”. Además, en el caso de este programa en particular, se detectó la asistencia de coleccionistas, artesanos, músicos, investigadores, profesionales y miembros de organizaciones que estaban vinculados de alguna manera a algo que podríamos llamar la esfera globalizada de los pueblos indígenas, principalmente de Latinoamérica.

A partir de esta configuración (actores y espacio), el autor resalta el carácter transnacional de lo ocurrido, señalando además que dicha cualidad se puede rastrear mucho tiempo antes de inaugurarse el festival. El Center for Folklife Programs & Cultural Studies, unidad dependiente del Smithsonian y encargada de programa Cultura y Desarrollo, comienza la planificación de la feria con un año de anticipación, momento en el que se manifiestan los primeros rasgos de transnacionalidad, pues se toma contacto con las organizaciones “locales” destinadas a exponer, los diversos consultores que realizan investigación preparatoria y algunas entidades que cumplen un rol de apoyo. En este contexto se decide qué y cómo representar. Además, durante el transcurso del evento se inician diversas relaciones entre los expositores y algunas organizaciones asentadas en los Estados Unidos, que en algunos casos han dado origen a “relaciones más regulares de cooperación e intercambio” (p. 5).

Otro de los aspectos que se señala como constituyente de esta característica transnacional es el ámbito global en el que se llevan a cabo las actividades de los dos organizadores, el Smithsonian y la IAF, el primero considerado oficialmente como el Museo Nacional de los Estados Unidos y el segundo enfocado al desarrollo de base en América Latina. Ambos con cierta independencia frente al gobierno central, pero sujetos al veto que pueden imponerles ciertas instancias gubernamentales. Es decir, en términos de la representación de otras naciones y de la propia, el Estado Norteamericano tiene la última palabra.

Mato señala también una diferencia fundamental entre los programas internacionales y los transnacionales, siendo los primeros aquellos que se incluyen en el festival a partir de los intereses de los gobiernos extranjeros, mientras que los segundos surgen en función a “intereses asociados a conflictos y negociaciones en la sociedad estadounidense” (p. 7). En el caso de este programa, relacionados al tema de la reivindicación de las minorías raciales y su participación en las esferas públicas. Así, las organizaciones invitadas respondían de alguna manera a la necesidad de representar el origen de algunas de estas minorías. Por otro lado, las organizaciones invitadas, que mantenían una relación previa con la IAF, estaban ligadas a una historia de exclusión y opresión de los grupos humanos que representaban, un discurso que podría empatarse fácilmente con los significados que se desprenden del término minoría y el uso que se le da en la sociedad norteamericana.

Finalmente, desde la perspectiva de los expositores, la importancia de las relaciones transnacionales se ejemplifica a partir de dos casos. El primero es el de las representaciones públicas realizadas por las cooperativas productoras de café y cacao de México y Bolivia, en donde ambas habían incorporado el discurso de la agricultura orgánica y la tradición indígena a lo largo de la descripción de sus procesos productivos, como un recurso para el desarrollo. El segundo caso es la comparación entre la auto representación realizada por la Asociación Nacional de Taquile (Perú), que hizo un uso exitoso de la vestimenta “tradicional” y del etnoturismo, y los representantes del pueblo Emberá (Panamá), que no tuvieron mucha acogida y que concluyeron que eso se debió a una mala representación de su pueblo pues no vestían de acuerdo a sus costumbres.

A partir de todo lo anterior se concluye que, para el estudio de experiencias similares, se debe involucrar las variables constituidas por las relaciones internacionales y transnacionales, pues las culturales locales no son unidades sociales claramente definidas, sino que se articulan en función de un contexto global en constante choque e intercambio.

La aparición del otro: una biografía de la mirada antropológica

Igor Kopytoff nos introduce en la biografía cultural de las cosas explicándonos que las preguntas que debemos hacer para su elaboración tienen que ser similares a aquellas que usamos para las personas: cuál es su origen, su situación actual, sus pretensiones para el futuro, cómo ha sido su vida y qué es lo que se considera una vida ideal, cuáles han sido sus etapas y las marcas culturales que lleva. Si tomamos en cuenta lo anterior y pensamos a la antropología visual, sus prácticas, su discurso, su producción literaria y al conjunto de personas, entidades y relaciones que se desenvuelven dentro de ella como un objeto cultural, podríamos esbozar una biografía cultural de la misma. Para efectos de este trabajo incluiremos también un sesgo geopolítico, el peruano.

Conforme a eso, lo primero que debemos trazar es un marco general de la historia de la antropología, una disciplina relativamente joven que ha sobrellevado algunas crisis de identidad y que ha visto tambalear sus estructuras hasta el extremo de rechazar los fundamentos de la etnografía clásica.

Otredad
Si pretendemos asumir una posición reflexiva sobre el estado de la cuestión de la antropología debemos empezar por preguntarnos dónde se inscribe este capítulo de las Ciencias Sociales. En principio, podemos entenderla como parte del devenir natural de los debates iniciados por Durkheim, Marx y Weber en el campo de la sociología. Así, si existe una disciplina que se encarga de la sociedad occidental , es comprensible una disciplina occidental que se encargue de las otras sociedades.

Esta práctica, desde una perspectiva académica, está asentada en el contexto colonial del S. XIX en donde los científicos viajaban a investigar las posesiones de ultramar de los grandes imperios. Este proceso se legitimó a través de una agenda política en la que el control sobre las colonias estaba en directa proporcionalidad con el conocimiento que se tenía de éstas, además, simbólicamente, el locus de enunciación da poder sobre aquello de lo que se habla. Estos primeros esfuerzos por incorporar una comprensión del otro al discurso moderno de occidente están marcados por premisas de superioridad y paternalismo. De esta manera el otro es visto como primitivo, exótico e inscrito en una etapa inferior de evolución, en comparación a la occidental , se trata de una mirada desde la historia comparada y el evolucionismo.

Es a partir del S. XX que la antropología se transforma y empieza un camino en tres direcciones, tres escuelas definidas también geopolíticamente: la británica, la francesa y la americana, todas ellas descendientes de la antropología social y cultural, una rama diferente de la antropología biológica y física que explicaba que la diversidad se fundamentaba en la raza. Dentro de la Antropología social o estructural funcionalista, se identifican las escuelas británica y francesa, en el ámbito culturalista se encuentra inscrita la escuela americana.

La escuela estructural funcionalista adoptó el enfoque de que toda actividad dentro de una sociedad es funcional al orden social que se asume y por ello está en equilibrio. Así, mientras un estatus sea normativo se convierte en deseable. Esta postura deja de lado un fenómeno vital de todo grupo humano y de todo proceso relacional, el conflicto. Desde esta perspectiva, por ejemplo, el marxismo no tendría cabida pues se muestra cada sociedad como un conjunto en constante armonía, acomodado de acuerdo a un proceso histórico.

Ahí se ubica la escuela británica, cuyo presupuesto era que el estudio de la estructura social tiene como trasfondo la preocupación por entender el orden social y los mecanismos de su reproducción. Su interés se centraba por describir las prácticas y la acción, el proceso. Para este enfoque, la diferencia y la diversidad entre sociedades se entendía como respuestas distintas a problemas comunes. Bronislaw Malinowsky, por ejemplo, examinaba la forma en la que la sociedad funcionaba para satisfacer la necesidad individual.

También dentro del estructural funcionalismo, la escuela francesa tenía que lidiar con el determinismo racial, una teoría cuyos orígenes podríamos rastrear hasta Georges Louis Leclerc, Comte de Buffon, Jardinero del Rey entre 1739 y 1788, quien postuló que el clima mundial había configurado las características raciales de los seres humanos además de la evolución de las especies y plantas. En términos antropológicos esta escuela suponía que si una sociedad se organiza en función de decisiones raciales, entonces la mente está utilizando características físicas para establecer distinciones. La línea de estudio francesa se orientó a responder la pregunta sobre la diversidad en términos de la estructura social, de manera que se pudiera comprender los principios que organizaban las representaciones que la sociedad hace de sí misma. De esta manera, la diferencia y la diversidad se entienden como manifestaciones distintas de una misma estructura mental. Lévi Strauss, uno de sus máximos exponentes, planteó por ejemplo que todos los mitos pueden reducirse a componentes básicos y que en cada caso particular, en cada sociedad, serían las representaciones de la mente humana.

Finalmente, la escuela americana o culturalista tuvo un origen singular ya que inicialmente su objeto de estudio fueron los aborígenes americanos, sociedades que se ubicaban en el marco continental y no a ultramar como en el caso de las escuelas británica y francesa. En este caso, la antropología se fundamentaba en el estudio de la cultura para entender los significados culturales y morales que moldeaban a los individuos. En ese sentido, la diferencia y la diversidad se entienden como el resultado de procesos de socialización distintos. Su interés era conocer el significado de las cosas, procesos y relaciones. Margaret Mead, por ejemplo, plantea en Coming of Age in Samoa, que la angustia experimentada por los adolescentes norteamericanos alrededor del sexo se debía a la cultura en la que estaban inscritos y no a la naturaleza de la adolescencia.

Además de estas tres escuelas podríamos mencionar aquellas manifestaciones antropológicas locales que buscaron la reivindicación del discurso que se había hecho de ellos. Quizá el caso más importante en nuestro contexto sea el de la antropología Latinoamericana, marcada por el afán nacionalista que moldeó las sociedades de esta parte del mundo en buena parte del S. XX.

Trabajo de campo
Si bien las tres escuelas principales permiten formalizar la disciplina antropológica, el principal aporte que se desprende de ellas es el método etnográfico. En el caso de la escuela francesa y la escuela británica se le utilizaba en conjunción con el método comparativo, en el caso de la escuela americana, con el método interpretativo.

El trabajo etnográfico consiste básicamente en estar ahí, una premisa que será fundamental para validar posteriormente una serie de herramientas que darán forma a la antropología visual . Es la mezcla entre la ciencia y la experiencia, una combinación ideal para la antropología en vista de que el método científico de experimentación tradicional resulta imposible de practicar; irrealizable en función de los principios validez y rigurosidad con el que se aplica en las ciencias exactas. ¿Cómo mantener control absoluto sobre una sociedad durante un tiempo prolongado? Una ilusión que únicamente es realizable en la ficción de The Truman Show.

Fue Malinowsky a inicios del S. XX quien rompió con la tradición evolucionista y de historia comparada que aplicaban científicos sociales europeos desde sus oficinas y estudios privados. Él decide que había que estar donde se manifestaba el punto de vista nativo, de modo que se tome en cuenta el contexto de su posición. De esta manera, el conocimiento etnográfico está caracterizado por ser eminentemente empírico, por ser el antropólogo quien es el instrumento de observación y por remitirse dentro de variables espaciales y temporales (esta última, una característica que necesitó ajustes dentro de la etnografía virtual) .

El trabajo etnográfico también comprende algunos supuestos metodológicos requeridos para una adecuada implementación del desplazamiento como estrategia, se trata del desconocimiento y el reconocimiento, un abandono de los prejuicios que se puedan tener acerca de la sociedad estudiada. El producto final de esta metodología es la etnografía, tradicionalmente un cuerpo literario destinado a interpretar, traducir y presentar la experiencia con el otro. Conforme a ello, el conjunto del trabajo de campo etnográfico comprende un enfoque, un método y un texto. La etnografía rompe con la tradición positivista de subyugación del objeto para ofrecernos una relación sujeto-objeto en la que el otro es también un sujeto y el conocimiento es relacional.

Es a partir de este método que se introduce desde muy temprano el uso de herramientas audiovisuales como apoyo para el registro del investigador, una participación inocente que poco a poco fue adquiriendo mayor relevancia, principalmente dentro del debate acerca de la validez de la representación etnográfica.

La antropología visual se abre paso
Desde su aparición, la fotografía, el film y el registro sonoro se utilizaron, paradójicamente, a ciegas, para denotar la objetividad de aquello que mostraban. El ámbito de la etnografía no fue la excepción. Desde finales del S.XIX, las expediciones científicas incorporaron los medios de representación y ya en el primer cuarto del S.XX era una práctica acostumbrada que se inscribía como parte de las políticas de estado, como lo demuestra la experiencia de la Farm Security Administration, un proyecto fotográfico realizado en el marco del New Deal norteamericano. En el ámbito de las ciencias sociales se utilizó en los estudios antropomorfos y de clasificación racial como la expedición Haddon al Estrecho de Torres. Este enfoque puede ser considerado sumamente reducido en comparación al material cubierto por Boas, que incluía muestras de cultura material, ceremonias y retratos. Efectivamente, Malinowsky y Franz Boas eran fotógrafos muy productivos pero sus acercamientos limitaban el potencial de lo visual, pues el primero pretendía una descripción holística incapaz de congeniar con la particularidad de la imagen, mientras que el segundo consideraba que la fotografía únicamente se fijaba en la superficie.

Mucha de esta producción tuvo como espacio de exposición el museo, lo que denota también una concepción del otro como exótico y en alguna medida como algo para preservar. Este es el caso de Edward S. Curtis, quien realizó un registro fotográfico y cinematográfico (In the Land of the Head Hunter) de diversas tribus indígenas norteamericanas adjudicándoles un aura de misticismo y romanticismo pre configurado.

La utilización de lo audiovisual no tenía una base teórica propia, sino que era aun la herramienta de apoyo con la que se verificaba la veracidad de lo sucedido o como material en crudo que permitiría una triangulación de la información recogida por medio de las notas de campo. Por ejemplo, la fotografía, una práctica naturalizada dentro del esquema positivista, fue considerada espejo de la realidad al servicio del registro del trabajo de campo, no como una herramienta con discurso propio sino como evidencia de lo realizado, el cénit de la representación mimética. No podía articularse con la creencia de que la cultura solo podía ser explicada históricamente y dentro de un marco aun romántico del trabajo etnográfico.

En el segundo cuarto del S. XX, gracias el desarrollo tecnológico que redujo el tamaño de los equipos y simplificó el procesamiento de las imágenes, y con la institucionalización de la antropología y el método etnográfico, se realizaron las primeras exploraciones en el uso de la imagen, tanto en investigación, trabajo de campo y difusión. Margaret Mead y Gregory Bateson, por ejemplo, realizaron un amplio registro fotográfico en su investigación de una comunidad en Bali. Posteriormente, en la década del 70, Mead atendería el tema de la representación como una labor pendiente ante la desaparición de la diversidad cultural , uno de los tantos enfoques de la antropología visual. Durante estos años también se manifiesta el cinéma verité de Jean Rouche, quien “no pretende captar la realidad tal como es, sino provocarla para conseguir otro tipo de realidad, la realidad cinematográfica: la verdad de la ficción” , una tendencia que no tendría eco sino algunos años más tarde. Se trata de un período en el que, en el marco general, hay una desacralización de los medios de representación como mirada objetiva.

Cabe destacara que la primera mitad del S. XX estuvo caracterizada por la competencia entre antropología aplicada y “pura”, además del espíritu por conseguir fondos para las expediciones y por consiguiente de inscribir los trabajos de investigación dentro de agendas privadas, estatales o institucionales.

No es sino hasta pasada la Segunda Guerra Mundial que se institucionaliza el uso de los medios de representación visual y sonora como parte de algo llamado antropología visual. Así lo demuestra la fundación del Comité Internacional de Film Etnográfico en 1952 y del Instituto de Cine Científico en 1959. Ambos nombres evocan un proceso de apropiación por parte de las Ciencias Sociales, que toman estos medios para incorporarlos a su discurso. En este período, la antropología visual se relaciona directamente con la antropología aplicada , una rama que había sido rechazada por la academia británica y que en Estados Unidos ganaba un renovado interés.

A partir de este momento y durante la última parte del S. XX el debate sobre los modelos de representación adquiere nuevos matices, influenciados directamente por el proceso post colonialista y la globalización. En ese marco surgen las manifestaciones de cine nacionalista post colonial y el cine indígena. La antropología visual, validada dentro del ámbito científico como un instrumento, busca ganar relevancia y legitimación no solo como una herramienta más.

Diversos científicos como John Collier y Margaret Mead asumen la defensa de la antropología visual, derribando los obstáculos de la tradición escrita. En ese sentido arguyen que si bien la palabra fue considerada como la única forma de describir lo que pasaba en el campo, el lenguaje no es la única manera de “contar” o de traducir la experiencia empírica. Por otro lado, concluyen que la tensión evidente entre la representación-subjetividad y el registro-objetividad no puede ser considerada como un alegato en contra del uso de los medios audiovisuales pues forma parte de su naturaleza primigenia . El antropólogo no tiene que ser un artista de la imagen, basta con que adquiera los conocimientos técnicos necesarios para obtener lo que busca pues no será juzgado desde el arte, aun a pesar que puedan adquirir luego esa categoría

Ambos consideran que el etnógrafo tiene que tener la capacidad de realizar un registro audiovisual en paralelo a la puesta en marcha de otros instrumentos. El conjunto de respuestas y data que obtenga estará determinado por la pertinencia de los métodos que use en cada caso. Desde el simple registro hasta la entrevista con fotografías, cada método permitirá obtener información valiosa para la investigación. En ese entorno, las consideraciones éticas y políticas de la antropología visual se moldean de acuerdo a los antecedentes del trabajo de campo tradicional. La cooperación (y cuando se cree conveniente “la participación”) de los informantes tiene que ser concedida con libre albedrío. Si bien el acercamiento de Collier y Mead puede resultar todavía muy subordinado a la tradición antropológica, que considera a la etnografía escrita como el medio ideal de producción. Esto quizá se deba a una perspectiva etnocentrista que perpetúa la idea de que la única representación que permite la conservación del otro es la del occidental educado.

Los últimos años han visto un incremento en el debate acerca de la pertinencia de la antropología visual. Sarah Pink plantea que a partir de los años 80, con la crisis de la representación y la discusión fenomenológica, los antropólogos visuales han insistido en demostrar el valor de sus enfoques .

Si bien este proceso es el carril principal por el que se desplaza la antropología visual, al igual que en la disciplina antropológica existe también manifestaciones locales importantes que se desarrollan paralelamente, influenciadas, evidentemente, en los cambios globales.

Tal es el caso de la antropología peruana. En la breve pero acuciosa hoja de ruta presentada por Carlos Iván Degregori observamos que los antecedentes de la disciplina en nuestro país se remontan a los proto antropólogos, los cronistas, frailes y burócratas españoles que marcaron sus experiencias de encuentro con el “nuevo mundo” a través de una relación dual de amor/odio. Ellos trataron de hacer inteligible al otro a través de sus crónicas, compendios, diccionarios y censos, con el fin de incorporarlos al conocimiento del imperio. Esta tarea tenía como objetivo la dominación y el control de todo lo conquistado, una posición que supone la superioridad de unos, pero que, tras la inmersión en estas nuevas sociedades, concede ciertas simpatías. Una tensión que, en el caso de los evangelizadores, suponía el “peligro de la corrupción de los signos y/o la moral.” El extirpador de idolatrías, Francisco de Ávila, es un ejemplo claro de ello, comprometido con la eliminación de las prácticas espirituales indígenas, también fue un recopilador metódico de las historias de la época prehispánica. El Inca Garcilaso, por su parte, ofrece una perspectiva en que la contaminación se da en un solo sentido, el de la cultura indígena vencida.

Pero no es sino hasta Felipe Guamán Poma de Ayala, en el S. XVII, que encontramos los orígenes de la antropología visual, y, forzando un poco los esquemas, de la primera etnografía escrita en el Perú. Su caso es el de una traducción del otro (que además era “igual” a él) utilizando un lenguaje validado en el mundo europeo. Nueva Crónica y Buen Gobierno significa un cambio en la representación visuale andina, se pasa del predominio de una iconografía basada en el diseño a una figurativa. Sus láminas tienen un valor etnográfico pues describen usos, costumbres y rituales que han sido registrados de la realidad, cumplen con ser una traducción cultural, al igual que el texto etnográfico que presenta. Si bien la motivación de Guamán Poma se origina en la desilusión que siente frente al maltrato al que los españoles sometían a los indios, su obra se catapulta como un compendio general de toda una sociedad.

Por otro lado, las acuarelas del religioso español Baltasar Jaime Martínez Compañón en el S. XVIII, son también otro antecedente importante pues se originan en su afán por describir y catalogar el imaginario racial de la colonia, un avance importante en el registro etnográfico que además tiene su fundamento en los procesos de control y dominación de un contexto colonial.

Pero todo este recorrido histórico aun es muy estrecho para resumir la pertinencia de la imagen en la antropología. Las consideraciones que se han hecho de la misma reflejan solamente uno de los tres planos en los que ésta es abordada por la antropología visual.

La naturaleza tripartita de la imagen antropológica
Es interesante considerar cómo el conjunto de profesionales ha incorporado ciertas producciones dentro del aura académica, aun a pesar que los realizadores de estas obras nunca tuvieron pretensiones científicas. Tal es el caso de Nanook of The North, de 1922, una película que es considerada como la primera expresión de cine de no ficción e inclusive como modelo de cine etnográfico . En este punto, cualquiera podría manifestar que cualquier producción podría ser entendida desde la antropología visual, aquí podemos identificar una diferencia entre objeto y discurso. Nanook of The North es una película que puede ser objeto de estudio de la antropología visual pero también es considerado un ejemplo de la apropiación de la tecnología para “escribir” una etnografía. Por otro lado, si Flaherty hubiera tenido la intención de filmar una etnografía hubiéramos encontrado el tercer plano de la imagen, su capacidad como herramienta, que es la perspectiva a la que hemos dado preferencia en el trazado histórico de la antropología visual en el acápite anterior.

Tenemos entonces que la imagen antropológica posee tres planos que se yuxtaponen constantemente:
- Es un objeto de la cultura material y por lo tanto genera relaciones, adquiere valor de cambio y genera procesos de apropiación e interpretación.
- Es una herramienta tecnológica que media y facilita la acción y la interacción de los procesos sociales y delimita el marco de acciones e interacciones posibles.
- Y finalmente, es una representación, un recurso discursivo y escénico que configura las identidades, los entornos y la memoria. Entrena la mirada de acuerdo a los preceptos estético/ideológicos en los que se produce y se lee, y moldea las conductas.

Bajo esa consideración se ven involucrados no solo el proceso de producción y planificación de la imagen, su construcción, sino también la deconstrucción que realiza el observador. Se presenta entonces una fértil capacidad discursiva entorno a ella, alimentada desde las tendencias multiculturales y el acercamiento reflexivo de la antropología contemporánea.